La Cueva de Altamira fue descubierta en 1868 gracias a que el perro de un cazador se introdujo por una ranura entre las piedras que taponaban su entrada.
Desde entonces, un arqueólogo aficionado santanderino, Marcelino de Sautuola, la visitó repetidamente en busca de restos arqueológicos. Pero hasta el verano de 1879 no encontró las pinturas rupestres en su interior. En esta fecha, la hija pequeña de Sautuola, María, que le acompañaba en una de sus frecuentes visitas a la cueva, ante la sorpresa de su padre, dio casualmente con la sala donde están las pinturas. Sautuola, una vez que comprendió la importancia del hallazgo, lo dio a conocer mediante un breve informe publicado al año siguiente (1880). Sin embargo, la comunidad científica internacional no concedió ningún crédito a su hallazgo, hasta que, al descubrirse dos décadas después otras cuevas con pinturas rupestres de similar calidad en parajes franceses, volvió a la actualidad el descubrimiento de Sautuola (que había muerto en 1888) y se aceptó finalmente que las maravillosas pinturas de Altamira no eran una falsificación, como se había pensado en principio.
María Sanz de Sautuola (Santander, 1871 - Santander, 1946) pasó a la historia un día de verano de 1879, cuando se convirtió en la primera persona en contemplar las pinturas de Altamira desde que la entrada de la cueva se derrumbó hace 13.000 años.
María Sanz de Sautuola, los ojos que descubrieron los bisontes de Altamira
CUENTO: CHARO MARCOS | ILUSTRACIÓN: LUKA ANDEYRO
María vivía en una casa enorme, con una biblioteca repleta de libros a la que se asomaba de vez en cuando con la profesora que le enseñaba geografía y la obligaba a leer durante larguísimas horas. No veía el momento de salir a jugar afuera. La casa estaba rodeada de un inmenso jardín en el que su padre, Marcelino, cultivaba árboles, flores y plantas procedentes de todo el mundo. Tal era la pasión de su padre por aquel prado y con tal mimo lo cuidaba que, con los años, se convirtió en uno de los más hermosos no solo de Cantabria, donde vivía la familia, sino de todo el país.
A veces, María husmeaba la gran colección de ciencias naturales que atesoraba su padre, pero lo que más le gustaba era acompañarle en sus largos paseos por los montes cercanos en los que él le enseñaba todo lo que aprendía de sus libros de historia y botánica. Durante aquellas caminatas, recogían muestras de árboles y plantas y exploraban las numerosas grutas que encontraban en las rocas.
Hacía años que su padre sabía de la existencia de aquella cueva que hoy se llama Altamira en los alrededores de su casa, pero no le había prestado más atención que a otras. Un buen día, sin embargo, decidió que había llegado el momento de explorarla. María, que ya tenía ocho años, quiso acompañarle en la excursión. Conocía cada rincón del jardín de su casa con tal detalle, que su curiosidad le pedía descubrir nuevos lugares.
—Papá, ¿puedo ir contigo? Yo también quiero entrar en la cueva —preguntó María justo después del desayuno.
—Está bien, cariño, pero prométeme que no te moverás de mi lado.
La niña asintió entusiasmada, se prometió a sí misma que cumpliría su palabra y, de la mano de su padre, partió hacia la aventura. Al llegar, su padre se entretuvo con unos restos de huesos y piedras que había en la entrada y ella, acostumbrada a trepar entre las rocas de la zona, se adelantó unos metros hasta llegar a una sala en la que, de repente, vio algo en el techo:
—¡Papá, papá, mira, toros pintados!
Aquellos toros que María encontró en la bóveda de Altamira eran en realidad bisontes pintados durante la prehistoria y son la obra de arte más antigua y también la más bella de cuantas hay en el mundo. Su padre pasó el resto de su vida defendiendo el hallazgo de su hija porque muchos científicos pensaron durante años que no eran de verdad. Pero sí que lo eran, y gracias a su tesón y a la mirada curiosa de María, hoy las admiran miles de personas de todo el planeta.
Y así fue como la curiosidad de María la llevó a descubrir la cueva de arte prehistórico más importante del mundo, Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.
¿Qué fue de María?
Son pocos los datos que se tienen sobre su vida, ya que a pesar de la repercusión que tuvo su descubrimiento, se mantuvo alejada de la fama.
Como curiosidad, hay que destacar que entroncándose en 1898 por matrimonio con los Botín, sería abuela del banquero Emilio Botín (Emilio Botín Sanz de Sautuola y García de los Ríos), que fue presidente del Banco Santander.
Altamira en el cine
En marzo de 2016 se estrenó en España el largometraje Altamira, pretendidamente biográfico, de la productora Morena Films, dirigida por el prestigioso Hugh Hudson y protagonizada por Antonio Banderas en el papel de Sautuola. La película, patrocinada también por el Gobierno de Cantabria y la Fundación Botín y rodada en inglés con vistas a su explotación exterior, no cosechó sin embargo en España el éxito previsto, al menos en su primera semana de exhibición.
En la película, María Sautuola es interpretada por las actrices Allegra Allen e Irene Escolar.
Ocurrió hace 35.000 años
Un ser humano de aspecto tosco entró en la cueva de Altamira. Así comenzó una historia fascinante. Aquel homo sapiens errante, del que por supuesto lo ignoramos todo, fue el primer residente de un lugar que permaneció habitado de manera ininterrumpida durante los siguientes 20.000 años. Altamira fue durante doscientos siglos el espacio central de diversas culturas prehistóricas que se desarrollaron en las cercanías de lo que hoy es Santillana del Mar. Aquellos hombres dejaron de su paso, como testigos mudos, los despojos de su día a día: puntas de flecha, huesos tallados, buriles, raspadores, cuentas y colgantes. Sobre las paredes y el techo de la cueva dejaron algo más, algo que permanecería oculto durante casi 13.000 años. Algo que asombraría al mundo moderno.
En 1868 un hombre llamado Modesto Cubillas buscaba a un perro extraviado por los alrededores de Altamira. Cubillas procedía de Asturias y se ganaba la vida como labrador y tejero. Como todo el mundo en la zona desconocía la existencia de la cueva. Hemos dicho que el tesoro de Altamira fue ignorado por el mundo durante 13.000 años y todo tiene una explicación: la entrada principal de la cueva había quedado sellada por un derrumbe y durante 130 siglos a nadie se le ocurrió que en aquel lugar inofensivo latía el corazón adormecido de un descubrimiento deslumbrante.
La situación, después de tanto tiempo de espera, es la siguiente: Cubillas encuentra a su perro atrapado entre las grietas de una pared de roca. Al intentar liberarlo las piedras ceden, la entrada queda al descubierto y Altamira se muestra a unos ojos humanos por primera vez desde el Paleolítico Superior.
Cubillas vio oscuridad y polvo. Quizás intuyó a vislumbrar también, sin reconocerlo, el peso de los milenios amontonados. Viera lo que viera, no se tomó la molestia de entrar. Sí se tomó el tiempo, en cambio, de llevar la noticia del descubrimiento a Marcelino Sanz de Sautuola, un rico propietario local para el que había realizado trabajos esporádicos de poda en sus fincas. Sanz de Sautuola escuchó al labrador, le agradeció la información, y lo despidió, indiferente. Sanz de Sautuola, aficionado a la paleontología, sabía que la zona se encontraba sobre un terreno kárstico en el que las grutas se contaban por miles. ¿Qué diferencia hacía una más?
Sanz de Sautuola no visitó la cueva hasta 1875. Cuando lo hizo recorrió una de las galerías principales y descubrió signos que se repetían en un patrón definido. Rayas laterales que parecían hendiduras en la piedra y que pasó por alto, convencido de que no tenían un origen humano. Altamira, que había esperado 13.000 años, esperó un poco más, hasta 1879. Un día de verano de aquel año Sanz de Sautuola regresó a Altamira con la idea de excavar la entrada de la cueva en busca de restos de presencia humana. Lo acompañaba una niña de ocho años, su hija María.
Casi todo lo que se sabe de María Sanz de Sautuola está contenido en ese día de verano de 1879. Había nacido en 1871, en Santander, y murió en la misma ciudad 75 años más tarde, en 1946. Creció en Puente San Miguel, en la finca de 300 hectáreas que poseía la familia. En 1898 se casó con Emilio Botín López, un matrimonio que puso la primera piedra de una de las dinastías familiares más conocidas de Cantabria.
María Sanz de Sautuola fue la primera persona que vio las pinturas de Altamira en 13.000 años. Mientras su padre excavaba la entrada de la cueva, la niña se adentró por una gruta lateral y miró hacia el techo. Por las rocas ondulaban bisontes de piernas delgadas y gibas macizas, caballos, figuras que recordaban a hombres de aspecto geométrico, huellas de manos humanas. La niña corrió al lado de su padre. Le dijo que dentro había visto vacas pintadas. Así terminó una historia que había comenzado 35.000 años antes.
Marcelino Sanz de Sautuola supo interpretar la importancia del hallazgo. En menos de un año redactó un informe titulado Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander y presentó las pinturas en público. El debate no se hizo esperar. La mayoría de los expertos desacreditaron el descubrimiento y la datación de Sanz de Sautuola. Consideraron que unas pinturas tan evolucionadas no podían haber salido de la mano de un sapiens del Paleolítico. Los arqueólogos franceses Gabriel de Mortillet y Émile Cartailhac, máximas autoridades de la época en la materia, llegaron a insinuar en el Congreso Internacional de Lisboa de 1880 que las pinturas eran falsas.
Tampoco a nivel nacional el descubrimiento tuvo recorrido. Después de todo, Sanz de Sautuola era un abogado demasiado rico para ejercer que se dedicaba a la paleontología por afición. Los expertos del país rechazaron sus hipótesis. La Institución Libre de Enseñanza concluyó que las pinturas habían sido realizadas por legionarios romanos. Solo el catedrático de Paleontología de la Universidad de Madrid Juan Vilanova y Piera y el periodista de la Ilustración Española y Americana Miguel Rodríguez Perrer defendieron la veracidad de las pinturas. Marcelino Sanz de Sautuola murió en 1888, con sus trabajos sobre Altamira ampliamente rechazados por la comunidad científica.
Hoy sabemos que los bisontes que María Sanz de Sautuola confundió con vacas fueron pintados hace alrededor de 15.000 años, durante el periodo magaleniense, por los últimos hombres y mujeres que vivieron en Altamira. Sabemos que los trazos uniformes que Marcelino Sanz de Sautuola confundió con grietas habían sido realizados durante el periodo añuriense, hace más de 35.000 años. Sabemos que hubo hombres y mujeres habitando Altamira durante 20.000 años y que durante 20.000 años aquellos hombres y mujeres dejaron rastros de su cultura en las paredes de la cueva.
En 1895 se descubrieron los grabados de la Mouthe, en Francia. Henri Breuil publicó en 1902, un estudio basado en la Mouthe en el que confirmaba el descubrimiento de Altamira. El principal crítico de las pinturas, Émile Cartailhac, visitó la cueva en 1902 acompañado de Breuil y admitió su error. Cartailhac se acercó hasta la finca familiar de los Sanz de Sautuola en Puente San Miguel y pidió disculpas a María por haber desacreditado su descubrimiento. En un artículo publicado poco después y titulado de manera directa Mea Culpa d'un sceptique reconoció la autenticidad de Altamira y la exactitud del trabajo de Marcelino Sanz de Sautuola.
En la actualidad la cueva de Altamira está catalogada como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Tras permanecer cerrada al público durante años por el desgaste que las visitas produjeron en los pigmentos de las pinturas a lo largo del siglo XX la cueva se reabrió con polémica y contra la opinión de los conservadores en 2014: a día de hoy cinco personas a la semana pueden visitar la gruta original durante 37 minutos. En 2001 se inauguró el Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, en el que se puede acceder a la Neocueva, una réplica de la cueva con sus pinturas que recibe más de 250.000 visitantes al año. El conjunto que descubrió María Sanz de Sautuola está considerado una de las muestras más importantes del arte prehistórico. La historia empezó hace 35.000 años, en un valle donde pacían los bisontes y se desperezaba la humanidad, cuando un hombre de aspecto tosco entró por primera vez en una cueva que ofrecía buenas perspectivas de asentamiento para una comunidad vagabunda.
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