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En la prueba de admisión le dijeron que no tenía el talento necesario, que vuelva al año siguiente. Y volvió: el resultado fue el mismo. Su madre, Klara Pölzl Hitler, murió al poco tiempo de un cáncer de mama y el joven Hitler quedó a la deriva. Se ganó la vida barriendo la nieve, cargando valijas en las estaciones de trenes y levantando paredes en obras en construcción. Sin embargo, en los ratos libres dibujaba y pintaba. El arte era algo importante.
Ya en el poder, le dio especial atención al Museo de Múnich, y se basó en un principio: “Si algún artista que se precie como tal envía basura para la exposición de Múnich, entonces es un estafador, en cuyo caso debería ser encarcelado; o es un loco, en cuyo caso debería estar en un asilo; o es un degenerado, en cuyo caso debe ser enviado a un campo de concentración para ser ‘reeducado’ y se le enseñe la dignidad del trabajo honesto”.
A Adolf Ziegler lo conoció en 1925 y quedó fascinado con su trabajo. Enseguida lo convenció para que sea su asesor. Ziegler, que tenía tres años menos, era un alemán nacido en una familia de arquitectos que estudió en las mejores academias y que peleó en la Primera Guerra Mundial como oficial de primera línea. Cuando el Partido Nazi llegó el gobierno, Hitler le pidió un retrato in memoriam de su sobrina, Geli Raubal, que se había suicidado.
Ziegler fue senador de Bellas Artes en la Cámara de Cultura del Reich, miembro del Consejo Presidencial, vicepresidente de la Cámara de Arte del Reich hasta que el 1 de diciembre de 1936 sucedió al arquitecto Eugen Hönig como presidente de la Cámara, que entonces tenía 45 mil miembros. Al año siguiente hizo tal vez su mejor obra: Los cuatro elementos. Ya era el artista favorito de Hitler pero aún así logró sorprenderlo. El Führer lo colgó en su casa en Múnich.
La obra es un tríptico que mide 171,5 centímetros de ancho y 86 de ancho. Se encuentra en la Pinakothek der Moderne de Múnich. En su momento fue una pintura muy apreciada: se imprimió en muchas postales y se hicieron montones de reproducciones. Es la celebración de la figura humana sin conflicto ni sufrimiento, una proyección “natural” de la “superioridad” aria como raza: una de los pilares de la ideología nazi. Ziegler se convirtió en el pintor oficial del Tercer Reich.
Y si bien las autoridades nazis lo alababan tanto como él alababa a Hitler, sus colegas desde el exilio, incluso muchos que se mantenían en Alemania, lo llamaban el “maestro del vello púbico alemán” porque su naturalismo carecía de cualquier sugerencia, de cualquier metáfora: calcaba hombres y mujeres desnudos de las estatuas clásicas griegas. El plus que le aportaba era hacerlos arios. Para Ziegler, convencido de su genialidad, sus mujeres eran las futuras “madres de perfectos alemanes”.
Ese mismo año, 1937, se produjo una de las muestras más famosas de la historia: la Exposición de Arte Degenerado (”Entartete Kunst”). En pleno apogeo de la Alemania nazi el gobierno intentó comenzar una profunda reforma de los valores estéticos y llevó adelante este encuentro que buscaba mostrar todo lo que estaba mal. El objetivo era ese: exponer a las masas que estos artistas, que este tipo de arte, estaba mal.
Eran obras de Max Beckmann, Marc Chagall, Otto Dix, Max Ernst, George Grosz, Vasili Kandinsky, Ernst Ludwig Kirchner, Paúl Klee y Oskar Kokoschka, entre los 600 dibujos, pinturas y esculturas: en total 112 creadores, entre ellos 6 judíos. “Aquí vemos los engendros de la locura, del descaro, de la incompetencia y la degeneración”, dijo Adolf Ziegler, que en ese entonces era, no sólo el organizador, también el presidente de la cámara de Bellas Artes de Alemania.
Las obras fueron agrupadas bajo temáticas como “Manifestaciones de la religiosidad alemana por la prensa artística judía”, “El trasfondo político de la degenaración artística”, “Idiotas, cretinos y paralíticos” o “La locura más absoluta’. Cuenta Gabriel Batalla que “las piezas fueron colocadas de manera caótica, casi como si fueran parte de una mala casa de antigüedades, abarrotadas, torcidas, y en algunos casos junto a fotografías de personas que sufrían alguna malformación”.
A su vez, en paralelo, se montó otra muestra: la Gran exposición de arte alemán en la Casa de la Cultura, en Múnich, con los ideales estéticos del régimen en un adecuado edificio neoclásico construido para la ocasión. La estrella de la exposición era nada más ni nada menos que Adolf Ziegler. Se habrá sentido no sólo el mejor pintor del mundo, sino el mejor de la historia. Iluso, no sabía que pronto dejaría de ser el mimado de Hitler.
Un día habló de más: dijo en público que dudaba de la campaña de Hitler en la Segunda Guerra Mundial. Alguien lo escuchó —siempre había un oído dispuesto a contarle todo al régimen—, su comentario “derrotista” llegó a Hitler, y Ziegler terminó en el campo de concentración de Dachau. Fue la propia Gestapo la que golpeó la puerta de su casa y se lo llevó a las rastras. Seis semanas estuvo ahí. Murió mucho tiempo después, en septiembre de 1959, a 66 años.
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