"Historia del Far-West" fue el nombre original de esta publicación aparecida en capítulos en la revista Mampato a fines de los años ´60, del siglo XX. Es un excelente resumen de una época apasionante en la historia de Estados Unidos. Themo Lobos supo ilustrarla con una buena cuota de humor.
Los guerreros Pieles Rojas
En 1830 se dictó una Ley de Expulsión de los indios y las tribus fueron obligadas a trasladarse a la región oeste del río Mississippi. En 10 años, los estados de la costa atlántica quedaron libres de indios. Sin embargo, una vez terminada la guerra civil en los Estados Unidos, millares de familias emigraron hacia el Oeste y nuevamente ocuparon los territorios de los pieles rojas. Cazadores de búfalos, buscadores de oro tramperos y pioneros invadieron la pradera y los mismos funcionarios de gobierno encargados de proteger a los indios, firmaban tratados falsos en nombre del “Gran Padre Blanco” cómo llamaban éstos al Presidente. Las tribus alarmadas con la creciente invasión de los blancos, quienes mataban a sus animales y ocupaban sus tierras, no les quedó otra alternativa que declarar la guerra. Fue una lucha cruel: las cabelleras de los caras pálidas pasaron a adornar la cintura del guerrero que los habían derrotado y, a su vez, los blancos organizaban batidas de represalia en las aldeas indígenas. Desde 1850, los pieles rojas se convirtieron en una seria amenaza y el Gobierno ordenó la intervención del Ejército para restablecer la paz.
Nube Roja
Desde un principio Nube Roja advirtió a los enviados del gobierno que se opondría a la construcción de Ford Kearny, destinado a proteger a los pioneros de Wyoming. El capitán William Fetterman, quien al igual que otros oficiales no querían perderse la oportunidad de destacarse en la campaña indígena, afirmó jactanciosamente: “Denme un regimiento de caballería y pondré en su lugar a todos los Sioux del Oeste”. Días después, un grupo de soldados que se encontraban cortando leña, fue asaltado por una pequeña banda de Sioux y Fetterman con su destacamento partió a socorrerlos. Los indios huyeron inmediatamente y el capitán, desobedeciendo las órdenes de su superior, emprendió la persecución justo para caer en la emboscada que le había preparado Nube Roja. Pagó así con su vida y con la de sus 80 soldados la imprudencia cometida. El asedio a Fort Kearny se mantuvo durante todo el invierno de 1866 y, a llegar el verano, el jefe indio atacó una caravana de carros militares. Pero los soldados armados con los modernos rifles de repetición causaron estragos en las filas enemigas. Al atardecer ya yacían 1500 guerreros muertos sobre la pradera y Nube Roja ordenó la retirada.
El general Curter
George Armstrong Custer había sido en héroe en la Guerra de Secesión, pero en 1868 eran pocos los que se acordaban de este general de caballería. Su carrera militar se había visto perjudicada por su carácter impulsivo e indisciplinado, sin embargo, los soldados lo admiraban porque era un valiente. En el Oeste combatió durante varios años contra los indios, hasta que un día se le presentó la oportunidad de recuperar la perdida gloria. Sherman, su superior, pensaba que “el único indio bueno es el indio muerto” y no le costó convencerlo que era necesario destruir la aldea de los cheyenes. Al alba del 26 de noviembre 1868, en medio de una fuerte tempestad de nieve, las cornetas tocaron la orden de carga y el regimiento atacó sorpresivamente al dormido campamento ubicado a orillas del Washita. Los soldados mataron sin discriminación a hombres mujeres y niños. Los pocos sobrevivientes fueron conducidos al frente, pero la mayor parte murió de frío durante el trayecto. Ocho años después, Custer pagaría con subida de la deuda contraída en Washita.
Little Big Horn
En el verano de 1876, se había establecido en el valle de Little Big Horn un campamento indígena de Sioux y Cheyenes al mando de los jefes Toro Sentado y Caballo Loco. El general Alfred H. Terry dio instrucciones al general Custer de dirigirse al campamento para lograr que los “rebeldes” regresaran a sus reductos, pero evitando en lo posible una batalla. El general partió a la cabeza del Séptimo Regimiento de Caballería, decidido a repetir la “hazaña” de Washita. Después de elaborar cuidadosamente un plan, dio la orden de ataque. Sin embargo, muy pronto se dio cuenta de su error. Custer y sus hombres desmontaron y se atrincheraron detrás de los caballos. El único sobreviviente de la batalla de Little Big Horn fue precisamente caballo “Comanche” del capitán Miles W. Keogh. El noble animal fue curado de sus heridas y por orden superior nunca más volvió a ser montado.
El jefe José
El jefe de los Nez Percés, considerado uno de los grandes genios militares de la raza piel roja, no quería la guerra, pero el gobierno lo obligó a abandonar sus tierras en el valle de Wallowa. Los franceses les dieron el nombre de Nez Percés (narices horadadas) a esta tribu, aludiendo a su antigua costumbre de llevar pendientes en la nariz. Cuando algunos guerreros jóvenes asaltaron a los colonos de Oregón, el jefe José tuvo que prepararse para combatir porque los blancos tomarían represalias. Reunió a sus guerreros y se puso en marcha hacia el Canadá, derrotando a todas las tropas norteamericanas enviadas a detenerlo. A 45 km de la frontera, los Nez Percés, bloqueados por una tormenta de nieve, se vieron obligados a hacer alto y fueron alcanzados por los soldados. José luchó tenazmente, pero finalmente, para salvar a su tribu, decidió rendirse. Mientras aún nevaba, se presentó ante el general Miles y le dijo: “Los ancianos y los niños mueren de frío. Mi corazón está triste. Estamos cansados de combatir”.
Los Tigres del Desierto
El nombre de los valientes y sanguinarios jefes apaches. Cochise, Mangas Coloradas, Victorio y Chato, significaba una sola cosa: Terror. El general Crook, a quién los indios llamaban “El Zorro Gris”, logró recluirlos en una reserva, pero en 1880 un grupo huyó ocultándose en el cañón de Arizona y en Nuevo México. Fue una guerra sin cuartel: el ejército norteamericano sufrió varias derrotas y los “Tigres del Desierto” no tenían piedad con los prisioneros ni con los heridos. Por su parte, las autoridades no lo hicieron mejor tampoco y estimularon una macabra profesión: la de los cazadores de cueros cabelludos, quiénes se pasaban la vida matando indios, apaches o no, y cobrando una recompensa por cada uno de sus trofeos. Sin embargo, todo era inútil, ocultos en las montañas, los apaches eran un ejército fantasma que atacaba y desaparecía. Fueron años de terror para las zonas de Arizona y Nuevo México. Un nombre estaba en los labios de todos: ¡Jerónimo!
¡Jerónimo!
Un grupo de soldados mexicanos asaltaron un día una aldea apache, degollando a todos sus habitantes. Entre los muertos, estaba la madre, la esposa y los hijos de un joven guerrero, quién desde entonces juró odio eterno a los caras pálidas. Se llamaba Jerónimo. Él y un grupo de leales y crueles apaches, dispuestos a luchar contra los blancos hasta la última gota de sangre, no pudieron ser detenidos ni por los soldados norteamericanos ni por los mexicanos. Quienes partían en su búsqueda sólo encontraban el ardiente sol del desierto, rocas y serpientes venenosas. Las diligencias eran las víctimas predilectas de los apaches y los prisioneros pudieron comprobar que eran expertos en las más refinadas torturas. Jerónimo era un borracho empedernido, pero también un astuto guerrero. En la última campaña que se emprendió para capturarlo se necesitaron 5000 soldados y, después de 18 meses de búsqueda, fue hecho prisionero y encerrado en el Fuerte Silk (Oklahoma), donde murió, en 1909, a los 80 años de edad.
El ocaso de los guerreros
Una vez vencida la resistencia india, el gobierno de los Estados Unidos tomó una serie de medidas para crear las condiciones adecuadas en que deberían vivir las pieles rojas. Pero como la mayoría de las tribus habían perdido su unidad, sus tierras y se encontraban recluidas en reservas cada vez más pequeñas, muchos de los indios terminaron por adoptar la forma de vida del blanco. Actualmente (1978) viven en Estados Unidos aproximadamente medio millón de pieles rojas. Algunos son muy pobres, otros se han hecho ricos, porque encontraron yacimientos de petróleo en sus tierras. Algunos se ganan la vida limpiando los vidrios de los rascacielos neoyorquinos, otros como los descendientes de los orgullosos navajos, venden “souvenirs” a los turistas. Así terminó la valerosa epopeya de los indios norteamericanos, pero los informes oficiales acerca de los centenares de soldados pieles rojas que pelearon en la última guerra mundial, señalan que todos ellos fueron extraordinarios combatientes.
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