A veces el destino viene marcado y la herencia se vuelve insoslayable. En 1855, cuando murió el joven retratista de 32 años, Charles Leighton, su esposa quedó devastada. Caroline Boosey, que era hija del editor Thomas Boosey, tenía tres hijos que criar: dos niñas y un niño de apenas dos años. Con el tiempo empezó a notar que en los ojos del chico, que no tenía recuerdos de su padre pintor, había un brillo especial, una sensibilidad artística.
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Su madre no quería que el pequeño Edmund siguiera el camino de su difunto esposo. No quería. Por eso, a los quince años le consiguió un puesto en una empresa de té de Londres. Pero cuando el destino está escrito bajo la piel es muy difícil torcerlo. El muchacho se la pasaba dibujando en sus ratos libres. A los 17 ya tenía un talento notable, entonces comenzó a estudiar. Si no podía dejar el trabajo, estudiaría después de la jornada.
Así fue que empezó a tomar clases nocturnas en South Kensington. “El dibujo es la columna vertebral de todo”, dijo una vez. Empezó dibujando; la pintura vendría después. Luego se unió a una Escuela de Bellas Artes donde recibió precisas instrucciones de Thomas Heatherley. Todo esto lo cuenta Rudolph De Cordova en un artículo público en la revista Windsor, en su número de diciembre de 1904.
II
Una anécdota de Cordova. Hay un niño muy bonito posando como modelo en el estudio. Edmund Leighton lo dibuja sobre el papel con la mayor precisión posible. Pero algo anda mal. Heatherley, que acaba de entrar al aula para hacerles observaciones los estudiantes, se lo marca: el tamaño de la cabeza es más pequeño que el modelo. “Lo sé, pero me temo que no puedo modificarlo ahora”. “¿Por qué? ¿Acaso no tienes goma de borrar?”, pregunta el profesor con una sonrisa.
“Oh, sí, tengo goma de borrar, pero me temo que es demasiado tarde; el modelo se irá en menos de una hora”. Entonces Heatherley le dice que “en el arte nunca es demasiado tarde para alterar tu trabajo si está mal”. Leighton pensó un segundo y dijo: “Gracias”. Y se puso a mejorar su dibujo que, aunque sólo era un trabajo de práctica, merecía todo la atención y el detalle posible. Debía dejar todo en cada obra. Y esa enseñanza le quedó grabada para siempre.