Avelina Lésper, la crítica más amada y odiada. Avelina Lésper (5 de mayo de 1973) es una escritora, historiadora, columnista, y crítica de arte mexicana. Es autora del libro El fraude del arte contemporáneo y es una opositora de algunas de las corrientes del arte contemporáneo como el performance, el videoarte y la instalación.
Cuando habla de "arte contemporáneo" este blog no es un espacio amable. Dice cosas que molestan y asume posturas intransigentes, pero no puede ser de otra manera. Las artes plásticas no recuperarán el lugar que se merece si no dice las cosas por su nombre. Más cuando hay mucha “merda de artista” en el ambiente y muchos estúpidos rindiéndole culto.
Pero en esta cruzada del siglo XXI que pretende exterminar a los impíos que ya no creen en el arte, ni en la belleza, Este blog no está solo.
Escritos como los de Avelina Lésper cada cierto tiempo vienen a nuestra ayuda y aportan ideas que ordenan tanta confusión y describen -como en este caso- un camino de amor y odio transitado por un mismo grupo. Ese que dice hacer "arte contemporáneo".
Que ama y qué odia el Politburó del Arte Contemporáneo
El arte despierta pasiones. Las emociones le sirven de inspiración. El politburó del arte contemporáneo, a pesar de su insistencia en intelectualizar la obra, se deja llevar por el torbellino de las pasiones más folletinescas. Tiene grandes amores y odios profundos que son irracionales, viscerales y que cultiva con morboso esmero.
Lo que aman
El Dinero. Nadie está peleado con un fajo de billetes, pero la posibilidad de recibir por no hacer, de ser rico por un capricho del galerista o de la moda, hace de la pasión por el dinero, un apetito insaciable. Un ejemplo: un periódico arrugado de Wilfrido Prieto se cotiza en 15 mil euros. Suficiente para iniciar un romance.
La Fama. Un artista, un curador, un coleccionista o un galerista desconocido, no existe. La fama es el sueño húmedo de todo el que entra en el escenario del politburó del arte contemporáneo. Para conseguirla hay que ser arriesgado como en el amor: orinarse en público, matar animales, comprar obras invisibles, exponer insignias nazis. Todo es válido para alcanzar el éxtasis de la fama.
El Galerista. La galería como templo de consagración es un lugar para hacerse famoso y ganar dinero. Entrar en ella y recibir promoción por rellenar bolsas con humo de un automóvil hace que el artista adore al galerista, que es su cómplice en la trama de engaño que sólo es posible con su ayuda.
El Artista. Una cuerda atada a una piedra ¡Genial! Latas de cerveza dobladas ¡Sublime! El artista se ama a sí mismo. Cada vez que una de estas creaciones surge de su iluminada inteligencia suspira conmovido. Un urinario más, agua sucia en burbujas, sus huellas digitales impresas, cómo no amarlo si además le pagan por esto y no tiene que demostrar talento.
El Artista Emergente. Con la súper población que hay de artistas y de obras que se repiten, cada rostro nuevo es una esperanza en el firmamento. No interesa la obra, interesa el artista. Otro rostro, otro nombre. La juventud es el gran valor y todos quieren estar a su lado, respirar su aire, exponerla.
El Artista Emergente. Con la súper población que hay de artistas y de obras que se repiten, cada rostro nuevo es una esperanza en el firmamento. No interesa la obra, interesa el artista. Otro rostro, otro nombre. La juventud es el gran valor y todos quieren estar a su lado, respirar su aire, exponerla.
El Coleccionista. Si un individuo invierte su capital en comprar un bloque de cemento, una pelota adentro de una bolsa de plástico o unos calcetines rellenos de canicas, ¿quién no lo va amar? Y si además quiere hacerse amigo del artista, ese es el orgasmo del amor correspondido.
El Museo. Este espacio es el lecho nupcial del arte. Fuera de su contexto el objeto virgen mantiene su estado de basura. Una vez dentro de las níveas paredes del museo, se convierte en obra de arte. Esta apasionada escena, este coito creativo, sucede ante los ojos del director del museo, que es la celestina que lleva la obra y la pone en el pedestal.
El Curador. Con el poder de elegir entre miles de artistas que hacen lo mismo, el curador se inclina por uno de estos pretendientes a la fama y con su dedo señala al preferido. Este gesto amoroso permite al artista entrar en una colectiva, un catálogo o ir con todos los gastos pagados a la Bienal de Venecia a exponer una piedra envuelta en plástico rosa.
El Crítico. Este ser amable y bondadoso se dedica a prodigar elogios y explicaciones a cualquier obra por insignificante que sea. Él ama sin objeciones. Se demuestra aliado del politburó contemporáneo y repite sus slogans para demostrar que él sí entiende y sí sabe de arte. Cada vez que pública sus declaraciones de amor es aplaudido.
El Público. Esta masa anónima que va a los museos y las galerías el día de la inauguración de la exposición es indispensable para demostrar que a la gente sí le gusta ver unas escaleras de metal apiladas o un hilo amarrado a lo largo de la sala.
La Exposición. Las oportunidades para demostrar la obra y el talento son escasas. Así que participar en una exposición es como iniciar una relación amorosa con alguien que conociste hace dos minutos en un sitio de encuentros: pura excitación. Qué me pongo, cómo me presento (artista multimedia, video artista, performancero), cómo me veo, son algunas de las cuestiones más emocionantes.
La Bienal. Es el resort todo incluido del arte: gastos pagados, estancia en hoteles de cinco estrellas, comidas abundantes, entrevistas, elogios. Sin auditorias, sin concursos, sin cuestionamientos acerca de la obra. Esta luna de miel la viven los que son agraciados por el funcionario en turno, Cupido que con su poder hace de los ansiosos seres amorosos plenos de felicidad.
Lo que odian
El Dinero. Ver que sus calcetines sucios se cotizan menos que los calcetines sucios de otro, desata instintos asesinos en el frustrado artista en contra del artista millonario. La furia regurgita y clama: ¿Por qué ese maldito sí y yo no? Porque ese maldito millonario tiene de su lado una televisora o una telefónica y al ministerio de cultura. Elemental.
La Fama. Años haciendo lo mismo que el resto y con la diferencia de que ninguna galería y ningún curador le toma la llamada. Mientras tanto un infeliz sin ideas, se luce en el MoMA de Nueva York con un video arrastrando un hielo o una caja vacía. ¿Quién dijo que la vida era justa?
El Galerista. Este tirano hace que el artista le dé entre el 30% y el 50% de lo que venda a cambio de dejarlo entrar en su miserable espacio. Humilla al artista, lo presiona, le dice mentiras, le jinetea el dinero, lo hace dar vueltas y además le obliga a soportar a sus familiares y mascotas como si fueran inteligentes. Todo por un mes y medio en un espacio mal ubicado y sin promoción.
El Artista. “Hay que escribirle el texto, dictarle la obra, llevarlo de la mano y además quiere los aplausos”, se queja el curador. El galerista soporta sus exigencias, el coleccionista paga sus obras aunque crea que eso lo podría hacer su sobrino. La única luz en este túnel es que siempre hay alguien por quien sustituirlo.
El Artista Emergente. Ser consagrado significa estar viejo. Mientras que el consagrado ya no despierta curiosidad porque le conocen todos los trucos, el emergente aun puede seducir. El consagrado se encuentra en la encrucijada de pasar al olvido en un instante, ya se tragó todas las ignominias, pagó su cuota de flagelación y llega un emergente, vestido a la moda y lo saca de la exposición.
El Coleccionista. Fatuo, vanidoso e inculto. Compra como abarrotero, regateando por todo y se publicita como mecenas. Utiliza su colección para salir en las revistas de sociales, ser invitado a los museos y ningunear a los artistas a los que considera inferiores y arrincona en sus fiestas porque no tienen el dinero que él sí tiene.
El Museo. Lugar de las pesadillas. “Hasta cuándo voy a entrar ahí”, piensa y se revuelca en su cama el artista insomne. La angustia al conocer la lista de exposiciones anuales y no ver su nombre. La secretaria que niega al director cada vez que el artista llama, los proyectos que se apilan en su escritorio y se envían al contenedor de reciclaje. Un ejército de serial killers se está gestando.
El Curador. Dictador sin sentimientos, por cada artista que elige envía 100 a la fosa común. Saliva cada vez que monta una colectiva, le pone tema, nombre y decide no los que van, sino los que NO van. Cuando le dan un museo contrata un santero para que lo proteja de las venganzas que se ciernen sobre su cabeza.
El Crítico. Escribe de todo menos de la obra, nunca alcanza a entender con profundidad de lo que el artista y el curador hablan. Su presencia en las inauguraciones es tolerada como una enfermedad incurable y contagiosa. Sus palabras insuficientes cuestan dinero, favores o atenciones y nunca son del agrado de los involucrados.
El Público. Esta masa anónima ni sabe de arte ni lo entiende. Hay que darle explicaciones para que no se coma la obra, no la tire a la basura, no la patee o no la trate de desamarrar y dejarla en libertad. Además tiene la arrogancia de decir “esto lo podría haber hecho mi sobrino que no sabe ni su número de teléfono”.
La Exposición. ¡Horror! La avalancha de dudas torturan al artista ¿De qué vertedero saco mi obra? Ya otro llevó su ropa sucia. ¿Ahora qué llevo yo? La angustia causa agruras, la paz se rompe porque hay que CREAR, así, de la nada, y además algo distinto o si es igual cambiarle el nombre. ¿Qué no basta que el artista sea la obra misma? ¿Que sus cabellos o su respiración sean consideradas arte?
La Bienal. Sucede cada dos años, que injusticia. Esperar otros 24 meses, rogar para que la balanza se incline por él. En la fatalidad de la linealidad del tiempo, al artista solo le queda aprender a odiar en silencio cada vez que lo ignoran, que no ven sus videos o no oyen sus instalaciones sonoras. ¿A quién hay que matar para ir a una Bienal? Se pregunta.
Publicado en la Revista Replicante, del mes de febrero del 2012.
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