El Monolito Ponce de las ruinas de Tiahuanaco, en Bolivia, en octubre de 2017.
Imaginemos, por un momento, un viaje imposible: tomamos un avión y despegamos del este de Bolivia, pero estamos en el año 1000 d. C., y realizamos un vuelo de reconocimiento a lo largo de todo el hemisferio occidental. ¿Qué sería visible desde las ventanillas del aparato? Hace cincuenta años, la mayor parte de los historiadores habrían dado una respuesta muy simple a esta pregunta: dos continentes absolutamente asilvestrados, poblados muy escasamente por bandas dispersas cuyo modo de vida apenas habría cambiado nada desde la última glaciación. Las únicas excepciones serían México y Perú, donde los mayas y los ancestros de los incas avanzaban casi a rastras hacia los comienzos de la Civilización.
Por CHARLES C. MANN
Charles C. Mann (1955) es periodista. Este extracto es un adelanto de su libro ‘1491. Una nueva historia de las Américas antes de Colón’, de la editorial Capitán Swing, que se publica el próximo 20 de junio.
Hoy, la idea que tenemos es completamente distinta en casi todos los sentidos. Imaginemos que ese avión del primer milenio vuela hacia el oeste, desde los páramos del Beni (Bolivia) a las cumbres de los Andes. Nada más iniciar el trayecto, se encuentran los caminos elevados y los canales que se ven actualmente, con la peculiaridad de que están en perfectas condiciones y repletos de gente. (Hace cincuenta años, esos trabajos de preparación del terreno realizados en tiempos prehistóricos eran casi del todo desconocidos incluso para quienes vivían en las inmediaciones). Al cabo de poco más de ciento cincuenta kilómetros, el avión gana altura para salvar las montañas, y la panorámica de la historia vuelve a cambiar. Hasta hace relativamente poco, los investigadores habrían dicho que las tierras altas, en el año 1000, estaban ocupadas por pequeñas localidades muy diseminadas, y que solo había dos o tres grandes ciudades con sólidas construcciones de piedra. Las más recientes investigaciones arqueológicas han servido para revelar que en esta época en los Andes existían dos Estados en la montaña, cada uno de ellos mucho más extenso de lo que previamente se suponía.
El Estado más cercano al Beni tenía su centro en torno al lago Titicaca, una masa de agua andina de ciento ochenta kilómetros de longitud, a caballo entre la frontera de Perú y Bolivia. La mayor parte de esta región se encuentra a una altitud de 3.600 metros, tal vez más. Los veranos son cortos; los inviernos, lógicamente, largos. Esta “tierra desolada, gélida —como escribió el aventurero Victor von Hagen— era a todas luces el último lugar en el que uno podría dar por hecho que se hubiera desarrollado una cultura”. Lo cierto es que el lago y sus alrededores son relativamente templados, y que la tierra circundante está menos expuesta a las heladas que las zonas altas que la rodean. Aprovechándose de ese clima más o menos benigno, la población de Tiahuanaco, uno de los muchos asentamientos que han existido alrededor del lago, comenzó a florecer después del año 800 a. C. con el drenaje de los humedales que flanqueaban los ríos que iban a dar al lago, casi todos procedentes del sur. Mil años después, la población había crecido hasta el punto de ser sede de un extenso sistema de gobierno, una suerte de ciudad-Estado, también llamado Tiahuanaco.
Al ser no tanto un Estado centralizado como un conjunto de ayuntamientos unidos por la égida religioso-cultural del centro de los mismos, Tiahuanaco se benefició de las diferencias ecológicas extremas que tienen lugar entre la costa del Pacífico, las montañas escarpadas y el altiplano, y llegó a crear una tupida red de intercambios: pescado del mar, llamas del altiplano y frutas, verduras y cereales de los campos que rodeaban el lago. Gracias a la acumulación de la riqueza, la ciudad de Tiahuanaco llegó a ser una maravilla de pirámides en terrazas y grandes monumentos. Los muelles y diques de piedra se adentraban en las aguas del lago Titicaca, y a sus costados se apiñaban las barcas de alta proa, hechas de cañas y juncos. Dotada de agua corriente, de una red de alcantarillas cerrada, de paredes pintadas de colores chillones, Tiahuanaco llegó a contarse entre las ciudades más impresionantes del mundo.
Alan L. Kolata, arqueólogo de la Universidad de Chicago, realizó sucesivas excavaciones en Tiahuanaco durante la década de 1980 y a comienzos de la de 1990. Ha escrito que alrededor del año 1000 la ciudad tenía una población de unos 115.000 habitantes, junto con otro cuarto de millón en los campos circundantes. Son cifras que París, por ejemplo, tardaría todavía cinco siglos en alcanzar. La comparación no parece un disparate. En aquel entonces, el territorio que ocupaba el pueblo tiahuanaco tenía más o menos el tamaño de la Francia actual. Otros investigadores creen que esta estimación de la población es demasiado elevada. Es más probable que fueran 20.000 o 30.000 en la ciudad, según Nicole Couture, arqueóloga de la Universidad de Chicago que contribuyó a editar la publicación definitiva de la obra de Kolata en 2003. Y, en su opinión, el número de pobladores de los campos circundantes sería similar.
¿Cuál de los dos planteamientos es el correcto? Si bien Couture se mostraba plenamente segura de sus estimaciones, afirmó que tendría que pasar aún “otra década” hasta que se pudiera zanjar el asunto. Sea como fuere, el número exacto no afecta a lo que ella considera el punto crucial de la cuestión. “Construir una ciudad tan grande en un lugar como este es algo realmente insólito —dijo—. Me doy perfecta cuenta cada vez que vuelvo allí”.
Al norte y al oeste de Tiahuanaco, en lo que hoy es el sur de Perú, se encontraba el Estado rival de Huari, que abarcaba por entonces más de mil quinientos kilómetros por la columna de la cordillera andina. Organizados de manera más férrea, y con una mentalidad militar mayor que la de Tiahuanaco, los gobernadores de Huari idearon una especie de fortalezas que construyeron con arreglo a un mismo patrón y distribuyeron a lo largo de sus fronteras. La capital, llamada también Huari, se encontraba a gran altura, cerca de la moderna ciudad de Ayacucho. Con una población tal vez cercana a los 70.000 habitantes, Huari era un denso laberinto, lleno de callejuelas, con templos amurallados, patios ocultos, tumbas reales y edificios de viviendas de hasta seis plantas de altura. La mayoría de los edificios estaban recubiertos de yeso blanco, con lo cual la ciudad resplandecía al sol de las montañas.
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