Los errores en el despliegue militar y su logística y la intensidad de la resistencia ucraniana han impedido la victoria relámpago que buscaban los generales de Putin y que daba por hecha la propaganda rusa.
Texto de Iñigo Sáenz de Ugarte
Todo ejército inicia una ofensiva con una cantidad determinada de munición, combustible y comida. La labor de la logística es conseguir que esas unidades puedan continuar su movimiento recibiendo de forma periódica los suministros necesarios. En muchas ocasiones, eso no es posible, bien por errores propios o por la respuesta del enemigo. A partir de ese momento, empieza la cuenta atrás. Cada día que pasa se acerca el instante en que ese ejército no pueda avanzar más o ni siquiera mantener sus posiciones, y eso sin contar con que los soldados terminen cayendo exhaustos después de varias semanas de combates.
Esta realidad fue enunciada por Carl von Clausewitz. Antes Napoleón la había expresado en innumerables frases con su obsesión por que los soldados contaran con calzado apropiado y comida suficiente. Cuando no lo consiguió, pagó un precio muy alto. Lo mismo le ocurrió a Rommel. Sus problemas con el combustible fueron el mejor aliado de los británicos en el norte de África.
Es lo que le ha terminado ocurriendo al Ejército ruso en su primer mes tras el comienzo de la invasión de Ucrania. Y por encima de ello, un hecho difícil de refutar. No ocupas un país tan grande como ese con 150.000-200.000 soldados. No son suficientes a menos que el enemigo se venga abajo. Los manuales militares indican que se necesitan al menos cinco soldados por cada defensor de una posición. Si se trata de combates urbanos en una ciudad, la ratio tiene que ser mayor.
En un intento de presentar como una decisión prevista desde el inicio lo que es un paso forzado por las circunstancias, el alto mando militar ruso anunció el pasado viernes que había cumplido sus planes iniciales y que pasaba a centrarse en “el objetivo principal” de la misión: obtener el control del Donbás, en la zona oriental de Ucrania.