Relatos cortos de ciencia ficción
La descripción del niño está magistralmente expuesta en la serie de Giménez Paracuellos. Pero la ilustración extrema de la denuncia de la explotación del niño y su defensa está plasmada en un breve relato (cuando la frase es corta, el pensamiento es profundo), “Los verdugos”, adaptación libre de “A bordo del Francis Spaight”, de Jack London.
Este relato de Jack London pertenece a una serie en el que su inspiración era pesimista, una visión cruel de la realidad que se refleja en la descripción del mar embravecido e implacable. La traducción gráfica de Carlos Giménez es absolutamente fiel al relato literario, salvo que la traslada al espacio, en vez del mar. Es una terrible narración realista, una breve parábola, del abuso de la fuerza de los adultos que viven en una nave espacial a la deriva y que deciden sacrificar a uno de ellos, un grumete, un niño, para comérselo y así salvar sus vidas. La escena del muchacho degollado, tirado en el suelo al lado de una olla de la que se ha derramado su sangre es insoportable, digna de un cuadro de Goya y de ser utilizada por Amnesty International. El abuso sexual de los menores, la prostitución de niños y niñas, las inocentes víctimas de criminales, de terroristas y de guerras, hacen de esta obra un documento de actualidad y le hacen tomar una dimensión suplementaria.
Otra ilustración de la dominación opresora del tirano y la solidaridad que puede llevar a la libertad, la encontramos en el relato “Aquí base Sahamis llamando a “Jessie”“, una adaptación libre de un pasaje de “Aventura”, de Jack London.
El opresor está representado en este caso por un colonizador terrestre que esclaviza a los Sahamisanos por medio del terror, ya que es el único que posee un arma de fuego. La esclavitud produce enfermedades y muerte entre los nativos, quienes, bajo la amenaza de la pistola, no pueden rebelarse. El terrestre también está enfermo (simbolismo de la podredumbre moral que caracteriza a los opresores). Y los Sahamisanos, con el aguante que caracteriza a los oprimidos, esperan y esperan la ocasión propicia, el tiempo en que el opresor se derrumbará, o mostrará una flaqueza, aun viéndose obligados a azotar a sus congéneres con un látigo bajo la amenaza del arma. El terrestre espera a su compañero para que le ayude, pero éste, también enfermo, muere en sus brazos al aterrizar y los Sahamisanos se acercan, con un brillo especial en los ojos (los ojos de Carlos) porque su espera ha terminado y podrán, al fin, comerse a los blancos, como buenos antropófagos que son. Así acaban todos los opresores, un día u otro. El porvenir pertenece a los oprimidos, a condición de aguantar, esperar, perseverar y permanecer unidos.
Carlos se ha alejado totalmente de la novela de London, tomando sólo las primeras páginas e inventando todo el resto, incluso el desenlace. La novela de Jack London es una bella historia de amor y aventura en los trópicos, pero Carlos ha utilizado la inspiración para realizar esta pequeña joya gráfica.
La ilustración de la denuncia del poder religioso la encontramos, a través de la aguda y penetrante mirada de Carlos, en el relato “El Misionero”, adaptación de un pasaje de Diarios estelares de Stanislaw Lem.
De la propia boca de un cardenal cargado de crucifijos se nos cuenta el cruel destino de un misionero gordinflón y de cara bonachona, el reverendo padre Oribacio (anagrama de “abrir ocio”). En su crítica del colonialismo, hemos visto que lo primero que se envía a un país son los misioneros, luego los comerciantes y, por fin, el ejército invasor. El misionero “evangeliza” a las masas crédulas, pacíficas, serviciales, bondadosas y hospitalarias, del planeta Urtama, los Memnogos. Tras haberles hablado de la Biblia, el misionero les relata, recreándose en ello, historias de su tema favorito: las vidas de los santos mártires, aquellas “vidas ejemplares” de hombres y mujeres que, por su fe, fueron sacrificados por los incrédulos en medio de las más horribles torturas. Como enseña que es así que llegaron a ser santos y a recibir la aprobación divina y ganar el cielo, los Memnogos, llevados por su cándido amor al misionero que tan buenas cosas les enseña, deciden condenar sus propias almas infringiéndole las más atroces torturas, dignas de la Santa Inquisición, para que alcance el glorioso premio. La declaración final de los hombrecillos es una denuncia atroz:
«¡Así que renunciamos con desesperación a nuestra salvación! ¡Todo con tal de que el amadísimo padre Oribacio tuviera la corona de mártir y la santidad! (…) No puedes imaginar lo difícil que fue para nosotros, ya que antes de la llegada del padre Oribacio a Urtama nadie aquí era capaz de matar una mosca!».
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