Se llamaba Alejo García. Era un viejo ranchero mexicano. Trabajador, honrado. Un hombre de palabra. En abril de 2011 dos camionetas cargadas de narcotraficantes irrumpieron en su finca y exigieron que la propiedad les fuera entregada en 24 horas.
-Lo pensaré -dijo el viejo.
-La finca o plomo, abuelo -respondieron los narcos.
Así pues, D. Alejo reunió a sus trabajadores y les pagó. Ordenó que nadie acudiera a trabajar al día siguiente. Se encerró en su casa y, en la oscuridad de la noche, se lo pensó.
En ese rancho había criado a su hija.
Allí había enterrado a su esposa.
El viejo desempolvó sus escopetas de caza y se sentó a esperar.
La decisión estaba tomada. Solo hay una forma de vivir y de morir, pensó.
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