Los cuatro niños que llevaban 40 días desaparecidos en la selva colombiana, tras un accidente de avioneta, fueron encontrados el viernes con vida, en la culminación de una intensa búsqueda que mantuvo en vilo a un país que esperaba un milagroEn el accidente aéreo del pasado 1 de mayo perdieron la vida la madre de los niños, el piloto y otro pasajero.
Encontrados con vida a los cuatro niños perdidos hace 40 días en la Amazonía colombiana
Accidente aéreo Milagro en la selva colombiana: hallan con vida a los cuatro niños perdidos hace 40 días en la Amazonía
Colombia Lesly, la heroína que salvó a sus hermanos de la selva colombiana.
Es un milagro. Y un misterio. Difícil explicar que los soldados encontraran a los cuatro niños en buen estado de salud y a solo tres kilómetros del aparato siniestrado el pasado 1 de mayo, en un punto que habían peinado más de una vez. Y donde no hay ni vegetación abigarrada, ni cuevas, ningún accidente geográfico donde cobijarse varios días sin que nadie lo advirtiera. Habrá que esperar a que Lesly, la heroína de la proeza, de la etnia huitoto, se recupere del todo en el Hospital Militar de Bogotá y ofrezca detalles de sus 40 días en las profundidades de la selva virgen. Cómo logró superar la pérdida de su madre y lograr que Soleiny, de 9, Tien Noriel, de 7 y Cristin, que acababa de cumplir un año, sobrevivieran a tantos peligros y penurias.
"Ella fue guerrera de verdad", dijo la abuela, María Fátima Valencia. Sus nietos solo presentaron deshidratación y picaduras de mosquitos, pero ningún problema serio. "Están acabaditos pero están en buenas manos y lo bueno es que tienen vida", agregó su marido, Fidencio.
Este diario estuvo en la misma zona hasta el jueves por la tarde, unas 24 horas antes de que aparecieran, acompañando a las Fuerzas Especiales y los indígenas de Araracuara, tierra natal de los Ranoque. También estaba Manuel Ranoque, padre de los pequeños. Aunque los militares no albergaban duda alguna de que seguían vivos, les sorprendía que no hubiesen aparecido tras rastrillar unos 20 kilómetros a la redonda de la avioneta, un área aún más extensa de la que pueden recorrer unos niños desamparados. Los indígenas culpaban de la demora a los duendes de la selva, que no querían soltarlos.
Pero este jueves don Rubio, líder de los nativos, se atrevió a pronosticar que el rescate sucedería al día siguiente. Les habían traído el yajé, preparado en su caserío natal, la última carta para comunicarse con el espíritu de esa selva. La primera toma no arrojó resultados, y en la segunda, que sería en la madrugada del viernes, "me dirán dónde están", sentenció convencido.
Indígenas y soldados
Al principio de la "Operación Esperanza" los indígenas amazónicos, diez de Araracuara y otros tantos del Putumayo, fueron reacios a unir sus pasos con los militares, que desplegaron un centenar de sus mejores hombres por toda el área. Pero a medida que los veían actuar, estrecharon lazos y coordinaron las acciones con el único propósito de dar con los niños.
Uno de los soldados que participó en la búsqueda rememora que, al poco de llegar, escuchó unos lamentos. "¡Los niños!", pensó y corrió henchido de felicidad hacia el lugar de donde procedían. Paseó su mirada por la vegetación, removió maleza, bejucos, ramas. Hasta que el rastreador de su unidad, nativo del Guaviare, advirtió la confusión. Había oído al "pájaro triste", que emite sonidos que parecen humanos. La selva está plagada de ruidos engañosos, de laberintos, de misterios insondables.
El 6 de mayo dieron con el refugio donde los niños debieron pasar las dos primeras noches, el mismo en donde aparecieron este 9 de junio. Luego vieron un maracuyá, apenas mordido, la goma del pelo y las tijeras, los primeros signos de vida. Después, la avioneta estrellada y, más tarde, cuando pudieron acceder a la cabina, los tres cuerpos sin vida de los adultos. La sorpresa, como todo el mundo ya conoce, fue la ausencia de los pequeños. "Es un milagro", murmuraron los soldados. A nadie se le ocurrió levantar la voz para anunciarlo.
En esas jornadas iniciales, las Fuerzas Especiales actuaron silenciosas, haciéndose invisibles, lo habitual en sus misiones contra las guerrillas. "Nos dimos cuenta de que había que modificar el procedimiento, hacer ruido, gritar el nombre de Lesly, hacernos sentir para que nos vieran", relata el soldado que pide, como los demás, que mantenga en reserva su identidad.
La llegada de una veintena de indígenas de la Amazonía, les abrió un horizonte nuevo. "De los diez de Araracuara, tanto el líder como la mayoría de ellos, han participado en otros rescates. No solo conocen los secretos de la manigua, sino que saben lo que hacen", anotaba un militar. "Nos enseñaron de la selva, de sus tradiciones, de su profunda espiritualidad". Además de respetarlos por sus conocimientos de plantas, de bejucos, como el que cortó don Manuel con su machete cuando quedaron una tarde sin agua y brotó un chorro, también por sus creencias ancestrales.
Los dueños de la selva
Don Rubio les contó que cada selva virgen tiene un dueño y que una noche se le presentó uno en forma de oso, reclamando su tierra. "Váyanse, los niños no están por estos lados", le gritó enfadado el propietario. Había oscurecido, su grupo estaba agotado tras una extenuante caminata y no le hicieron caso. "Como no nos movimos, nos mandó un aguacero", concluyó el líder.
Al término de cada jornada, cuando caía la noche, los indígenas celebraban un ritual para hallar respuestas a tantas incógnitas. Masticaban mambe, quemaban ají y don Rubio se comunicaba con un abuelo del más allá. Según relatan, en el pasado libraron una guerra con los duendes de la selva, que son una suerte de energía que se encarna en tigre, en danta, en otros animales. Para espantarlos, esparcen ají quemado, como si fuese incienso, por los parajes por donde habitan esos seres malvados.
"Después de unos días, los seres de la zona se apoderaron de los niños. Cuando aparezcan, estarán en buenas condiciones porque ellos los cuidan", aseguraba un indígena de Araracuara. También estimaron que los hermanos se alejaron del avión cuando los cadáveres de su madre, Magdalena Mucutuy, el piloto, Hernando Murcia, y Herman Mendoza, un indígena adulto, empezaron a descomponerse.
También para los soldados resultaba inexplicable la tardanza en dar con ellos. Además del frecuente perifoneo desde helicópteros, con las voces de los abuelos pidiendo a los nietos que se detuvieran y se hicieran notar, este diario fue testigo de su capacidad para saber escuchar y ver lo que otras personas sin su pericia jamás advertirían: una rama cortada sin motivo, un sonido apenas imperceptible ajeno a la selva. Aún así, han vivido misterios insondables, como la pérdida de Wilson, un magnífico perro rescatista. "Era medianoche, nos quedamos cerca de la avioneta, y de un momento a otro Wilson salió corriendo y nunca regresó. Días más tarde una unidad lo miró a unos cien metros, pero el perro volvió a alejarse corriendo. Es muy raro porque un canino tan entrenado como Wilson, jamás abandonaría a su guía", relata un uniformado. En una fecha posterior, encontraron una huella de un pie de Leslie junto a una del perro, y esta semana volvieron a ver al animal apenas un instante, pero volvió a esfumarse.
Aunque los niños han aparecido, las Fuerzas Especiales siguen buscando a Wilson.
2.656 kilómetros recorridos
"Calculo que cada unidad, de ocho o diez hombres, hemos caminado entre 250 y 300 kilómetros, observando con detenimiento todo", precisaba un uniformado. Entre todos los soldados superaban los 2.656 kilómetros andados.
Había zonas de selvas despejadas, otras, abigarradas, unos riachuelos profundos y corrientosos, que les cubrían hasta la cintura, imposibles de atravesar para unos niños. Y los pequeños no avanzaban en línea recta. Siguieron una ruta en forma de anzuelo, sin ningún destino concreto. Lo habitual es que los perdidos en la selva den vueltas y se desorienten días enteros.
Pese a disponer de abundante agua por los incesantes chaparrones, los únicos alimentos iniciales serían unos cocos raquíticos, difíciles de partir, y maracuyás silvestres sin apenas carne. Luego parece que dieron con unos kits de supervivencia que la Fuerza Aérea lanzó desde el aire. A pesar de ello, debían sentirse muy débiles puesto que la mayoría de los soldados que permanecieron un mes participando en la búsqueda, bajaron entre tres y diez kilos de peso, a pesar de sus raciones diarias. Sin olvidar las hordas de insectos, otra tortura constante, y la amenaza de los animales salvajes. "Cada noche, cuando nos acostábamos, pensábamos en ellos. Cómo se resguardan de los aguaceros, del frío. Y cómo hacían sin toldillo ni repelente. Hay zancudos todo el tiempo, y palomilla, que pica terrible, y las hormigas congas, que lo ponen a uno a llorar", recuentan.
También preocuparon en todo momento las heridas y enfermedades que pudieran sufrir. Evacuaron a un soldado que se hizo un corte profundo en la mano con una rama de palma. Otro se clavó una gruesa espina rozando un ojo, a un tercero se le incrustó una estaca en el labio inferior y uno más tiene el cuerpo cubierto de una alergia que levanta la piel. En el terreno, el enfermero les hizo una primera cura y les dio antibióticos por las posibles infecciones. "¿Y si los niños se cortan?", se preguntaban.
Lo que descartaron es que hubiesen fallecido, porque habrían dado con sus restos.
Por caminantes que fueran, se antojaba inverosímil que avanzaran más allá de las decenas de kilómetros escudriñados por curtidos soldados y por indígenas amazónicos. Y nada fue improvisado. Equipos de expertos, tanto en San José del Guaviare como en Bogotá, marcaban cada día las nuevas rutas conforme a las pistas que iban apareciendo y los obstáculos naturales.
"Cada amanecer, cuando comenzábamos la jornada, nos decíamos: hoy es el día que los encontramos", recordó un soldado. "Los milagros existen y casi todos somos papás, veíamos a nuestros hijos reflejados en ellos. Vamos a encontrarlos". Y lo hicieron. Sanos y salvos.
FUENTE
No hay comentarios:
Publicar un comentario