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viernes, 10 de noviembre de 2023

Muertos que no descansaron en paz (1)

¿Ganó el Cid una batalla después de muerto? La leyenda la creó un monje en el siglo XIII para atraer peregrinos al monasterio de San Pedro de Cardeña y conseguir donaciones.

Este es el caso del Cid y varios otros a lo largo de la historia. Son muertos que no descansan en paz.

Según las crónicas, Rodrigo Díaz de Vivar (1030?-1099), el Cid Campeador, murió el 10 de julio de 1099 en su feudo de Valencia. Siguiendo sus postreras instrucciones, su cuerpo fue embalsamado y cabalgó sobre su caballo Babieca en la siguiente batalla en la que sus tropas, envalentonadas por la reaparición de su capitán, derrotaron a las del rey Búcar de Valencia.



La figura de Thomas Becket (1118?-1164), arzobispo de Canterbury, seguía siendo tan influyente trescientos años después de su muerte, en su calidad de rebelde frente al trono inglés y mártir, que Enrique VIII decidió exhumar su cadáver y someterlo a un nuevo juicio público que acabase de una vez por todas con su leyenda. Así pues, el cadáver de Becket fue llevado a la cámara de acusación, donde fue juzgado bajo el cargo de usurpación de la autoridad papal, resultando convicto de traición y siendo condenado a que sus huesos fuesen públicamente quemados en la hoguera. 


John Wyclef (1320?-1384), reformador religioso inglés, fue al patíbulo cuarenta y cuatro años después de su muerte. En 1415, el Concilio de Constanza le declaró hereje, ordenando que su cadáver fuera exhumado, quemado y desperdigadas sus cenizas. La sentencia se cumpliría finalmente en 1428.


En 1412, el rey Enrique V de Inglaterra (1387-1422) hizo desenterrar el cuerpo de su antecesor en el trono Ricardo II (1367-1400), muerto doce años antes, y lo exhibió públicamente con sus vestiduras reales. Tres días más tarde, Enrique presidió un segundo funeral de Ricardo en la abadía de Westminster, tras lo cual fue enterrado en una tumba en uno de cuyos laterales se dejó una abertura para que sus visitantes pudieran tocar la calavera del rey. En 1776, un estudiante robó la mandíbula del antiguo rey a través de dicho agujero. Los descendientes del profanador retuvieron la reliquia hasta 1906, cuando fue restituida a la tumba.


A los veinticuatro años de la muerte de la heroína francesa Juana de Arco (1412- 1431) en la hoguera de Ruán, acusada de brujería, su caso fue reabierto por el rey Carlos VIII (1403-1461), el mismo que en su momento la había abandonado en las manos inquisitoriales, tras ser coronado por la joven heroína. Tres obispos estudiaron nuevamente el caso, permitiéndose que la familia de la Doncella de Orleáns presentase nuevas pruebas absolutorias. El juez anuló el veredicto anterior, declarándolo "un atroz error judicial". Casi quinientos años después, en 1920, Juana de Arco fue canonizada por la Iglesia Católica tras un largo y controvertido proceso.



El estadista inglés Thomas Moro (1478-1535) murió decapitado por orden del rey Enrique VIII por negarse a reconocer el cisma anglicano de la Iglesia Católica. Su cabeza fue hervida, clavada en un palo y exhibida en el puente de Londres. Un mes después, su hija, Margaret Roper, sobornó a los vigilantes del puente para que le entregasen la cabeza. Una vez en su poder, la guardó en una caja de plomo y la preservó con esencias aromáticas. Sin embargo, poco después fue detenida por aquel soborno y encarcelada. Murió en 1544 y la cabeza de su padre fue enterrada con ella. En junio de 1824, fue abierta la tumba y la cabeza de Tomás Moro fue públicamente expuesta en la iglesia de San Dustane, en Canterbury, hasta fecha muy reciente.



El pirata, explorador y consejero real inglés Walter Raleigh (1552-1618) murió decapitado por orden del rey Jacobo I. Su esposa enterró el cuerpo, pero hizo embalsamar su cabeza, conservándola en una bolsa de piel roja que mantuvo a su lado los restantes veintinueve años de su vida. Su hijo, Carew, cuidó la reliquia hasta que murió en 1666, cuando fue enterrado junto a la cabeza embalsamada de su padre. En 1680, la cabeza de Raleigh vio de nuevo la luz cuando Carew fue exhumado y vuelto a enterrar (con la cabeza de su padre) en West Horley, Surrey.


Dieciséis años después de la muerte del filósofo francés René Descartes (1596- 1650) en Estocolmo, el cadáver fue exhumado a petición de sus amigos y trasladado a París, excepto el dedo índice derecho, que se lo quedó el embajador de Francia, alegando que «quería poseer el dedo que había escrito las palabras cogito, ergo sum». En el viaje, un capitán de la guardia sueca que custodiaba la reliquia, sustituyó el cráneo del filósofo por el de otro difunto. El cráneo verdadero fue decorando las vitrinas de una serie de coleccionistas, hasta que cayó en manos del químico sueco Jöns Jakob Berzelius (1779-1848), quien se la ofreció definitivamente al naturalista francés Georges Cuvier (1769-1832).


El estadista inglés Oliver Cromwell (1599-1658) fue desenterrado dos años después de haber sido honrosamente inhumado en la Abadía de Westminster y su cuerpo, tras ser arrastrado en trineo hasta Tyburn, fue colgado hasta el ocaso. El verdugo de aquella ciudad descolgó el cuerpo, lo arrojó al patíbulo (destrozando por cierto su embalsamada nariz) y, de ocho hachazos, le cortó la cabeza. El cuerpo fue tirado a un foso y la cabeza empalada en un poste de ocho metros de altura con punta de hierro, que fue amarrado al tejado de Westminster Hall. Allí permaneció veinticuatro años hasta 1685, cuando una tormenta lo arrancó de su soporte. Un capitán de la guardia robó los restos y los escondió en la chimenea de su casa, mientras que se iniciaba una ardorosa búsqueda de la reliquia. El capitán mantuvo su secreto hasta que, en el lecho de muerte, lo confesó a su única hija. En 1710, la cabeza apareció en un espectáculo de curiosidades, siendo finalmente subastada por sesenta guineas. En 1775, la reliquia pertenecía al actor Samuel Russell que la ofreció al Sydney Sussex College, del que Cromwell había sido alumno, pero la dirección declinó la oferta. Poco después, arruinado Samuel Russell, sobrevivió con las ganancias de exponer al público la reliquia. En 1787, Russell la vendió por 118 libras esterlinas a un joyero llamado James Fox. Diez años después, Fox la vendió por 230 libras a tres empresarios que la exhibieron en la calle Bond de Londres, con muy poco éxito de público. En 1814, la propiedad, en manos de la hija de uno de aquellos empresarios, fue vendida al doctor Wilkinson. En 1960, finalmente, la familia Wilkinson la ofreció de nuevo al Sydney Sussex College, que esta vez la aceptó, enterrándola discretamente en los jardines de la institución.

 



James Scott, duque de Monmouth (1649-1685), hijo ilegítimo del rey Carlos II de Inglaterra (1630-1685), fue decapitado acusado de rebeldía, en una ejecución que necesitó hasta cinco golpes de hacha. Sin embargo, antes de ser enterrado, se tomó la decisión de realizar un retrato del duque que legase sus rasgos a la posteridad.
Se volvió a coser la cabeza del duque a su cuerpo y pintaron el retrato, que en la actualidad se encuentra en la National Gallery de Londres.



El zar Pedro III (1728-1762) gobernó Rusia durante seis meses y, tras ser derrocado, fue asesinado, en junio de 1762, a los 34 años de edad, por esbirros a las órdenes de su esposa Catalina II La Grande (1729-1796). Treinta y cinco años después de su muerte fue coronado, tras ser abierto su ataúd con dicho propósito.


En la segunda mitad del siglo XVIII, el gigante irlandés Charles O'Brien Byrne (1761-1783), que medía más de dos metros de estatura, enterado de que el cirujano John Hunter (1728-1793) codiciaba su cadáver para incluirlo en su museo particular, dispuso que al morir fuera colocado en un féretro de plomo y arrojado al fondo del mar. Sin embargo, cuando se produjo la muerte de Byrne, el cirujano consiguió sobornar a sus enterradores y se hizo con el cadáver, hirviéndolo inmediatamente para preservar su esqueleto, que hoy en día forma parte del Museo Hunter, sito en el Royal College of Surgeons de Londres. Su esqueleto comparte vitrina con el de la enana siciliana Caroline Crachami, que medía medio metro de altura.




Muestra de la vigencia de la figura de Napoleón Bonaparte (1769-1821) son las muchas supuestas reliquias que se conservan de su cuerpo. Así, por ejemplo, se conserva una de sus muelas del juicio, que le fue extraída en 1817. Poco después de morir, una mano anónima afeitó totalmente su cabeza, y sus cabellos fueron repartidos entre cientos de sus seguidores. De acuerdo a su propia última voluntad, su corazón fue preservado y entregado a su amada María Luisa (1791-1847), y hoy en día se conserva guardado en una jarra de plata. Pero no es esto todo: parte de su estómago también se conserva en un pimentero de plata. Una porción de sus intestinos, que era guardada en el Real Colegio de Cirujanos de Francia, fue destruida por un bombardeo en 1940, durante la Segunda Guerra Mundial. En 1972, su pene, de unos tres centímetros de longitud, qué se supone que fue conservado por su confesor, fue ofrecido en pública subasta por la galería Christie's, aunque nadie pujó por él. Poco después, se intentó de nuevo su venta incluido en el catálogo de la firma de venta por correo Flayderman, y tampoco se encontró comprador. Finalmente, lo compró en 1977 un urólogo estadounidense por 3.800 dólares.





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