Mucho se habla del realismo del siglo XIX, pero pocos se acuerdan de las pinturas de Bartolomé Esteban Murillo, las que retrataron mucho antes una niñez desamparada y miserable.
Tal vez el Murillo más conocido por el público sea el de las Inmaculadas, pero hay otro Murillo, el de los niños de la calle, el de los pilluelos harapientos y piojosos que se reparten un melón robado, juegan a los dados o comparten almuerzo en aquella Sevilla que se hundía en la miseria, abrumada por los impuestos y la pujante rivalidad de Cádiz, tras la peste de 1649.
Las imágenes contenidas en estas obras son el equivalente de esas otras imágenes, sacadas del fotoperiodismo contemporáneo, con las que somos asaltados en alguna plácida sobremesa, y que retratan a los niños harapientos y famélicos del llamado tercermundo, que bien pudiera estar también oculto en algunas de nuestras calles. Aquellas imágenes todavía hoy nos interpelan, a pesar de su lejanía.
Frente al mundo de pilluelos representado por Murillo, estaba la vida en la España de Felipe IV y Carlos II; una España en la que el pensamiento estaba dominado por el poder asfixiante de la Iglesia y, fuera del círculo de la Corte, no se hacía más arte que el religioso. Velázquez tuvo la oportunidad de instalarse en ella y su genio maduró espléndido. Los demás pintores y escultores, empero, no tenían más clientela que las instituciones eclesiásticas, ni más temas que los que dictaban los clérigos, era como dar vueltas alrededor de una noria.
Frente al mundo de pilluelos representado por Murillo, estaba la vida en la España de Felipe IV y Carlos II; una España en la que el pensamiento estaba dominado por el poder asfixiante de la Iglesia y, fuera del círculo de la Corte, no se hacía más arte que el religioso. Velázquez tuvo la oportunidad de instalarse en ella y su genio maduró espléndido. Los demás pintores y escultores, empero, no tenían más clientela que las instituciones eclesiásticas, ni más temas que los que dictaban los clérigos, era como dar vueltas alrededor de una noria.
En Sevilla, no obstante, había una vida intelectual más rica debido a la afluencia de gentes de otras latitudes y otras culturas, banqueros y negociantes atraídos por el comercio de Indias, que, aunque tímidamente, introducen un soplo inesperado en aquel ambiente tan espeso. En 1660 llegó a Sevilla Nicolás Omazur, miembro de una próspera familia de pañeros flamencos, que pronto se convirtió en cliente y mecenas del maestro sevillano. Tuvo así la oportunidad el pintor de escapar a la dictadura clerical y pintar otros temas y asuntos, los cuadros de género con motivos tomados de la calle, al modo como hacían los pintores flamencos o italianos, cuya obra sin duda conocía a través de estampas.
Niños jugando a los dados, 1665-75
El interés por los niños es recurrente en su obra y pronto pasa de la anécdota secundaria a ocupar el centro del cuadro, en línea con la evolución del sentimiento católico del Barroco, como atestiguan el Buen Pastor o los Niños de la Concha. En el Niño espulgándose, sin embargo, encontramos el primer tratamiento profano del tema. Se trata todavía de un cuadro de luces crudas, al estilo de Zurbarán, que desprende una sensación de tristeza y abandono.
Niños comiendo melón, 1650
Más adelante el maestro suaviza esta manera con luces tamizadas por un cielo nuboso, pincelada más amplia y fluida, que le permite un esfumado ensoñador, y gestos de una alegría vital que contrasta con los harapos que visten los niños, lo que lleva a algún crítico a afirmar que son cuadros absurdamente poéticos. Hay no obstante varias justificaciones para ello:
Una es la reacción de los artistas sevillanos contra el hambre, el dolor y la muerte con una dignidad humana y resignación cristiana que les hiciera soportar el horror, tal la distancia entre Juan de Mesa y Pedro Roldán, por ejemplo. Otra es el destino de estos cuadros en los salones de una burguesía acomodada, que sin duda vería con desagrado que la realidad más sórdida invadiera su hogar cuestionándole su papel social. Finalmente debemos considerar la trayectoria personal del maestro, al filo ya o superada la cincuentena, con una vida familiar «poco feliz y de progresiva soledad», y más proclive por tanto a la complacencia emotiva y sentimental que a la denuncia combativa.
La serie está constituida por cuadros de mediano formato y composición diagonal, de luz sesgada que produce un estimulante juego de sombras y reflejos, donde un paisaje de ruinas se pierde en una neblina difusa. En uno de los ángulos del primer término suele aparecer un bodegón de frutas, muy al estilo barroco, que ya de por sí vale todo un cuadro. Los niños, plenamente integrados y adaptados a su situación, muestran actitudes alegres y desenfadas, mientras comen, juegan o negocian, como un triunfo de la vida sobre el dolor. Con ellos Murillo adelanta unas soluciones formales y expresivas sin precedentes en Europa, que anuncian los modos felices y espontáneos, coloristas y soñadores, del rococó.
Estos cuadros, pintados para esa clientela burguesa a que hemos aludido, viajan luego a Londres, Amberes o Rotterdam, donde prestigian tanto a su autor que se le cita junto a Tiziano o Van Dyck, y servirán de modelo a Gainsborough, Reynols y Constable. Cabe destacar entre ellos el de la Muchacha con flores, una niña casi adolescente, cuya sonrisa sensual y confiada puede rivalizar con la misteriosa y distante de la Gioconda. O el de las Vendedoras de frutas que cuentan las monedas y muestran al descuido su mercancía de uvas y membrillos, un magnífico bodegón de resonancias flamencas. O el de los Niños comiendo pastel, de un sentido del ritmo absolutamente clásicos y una vivacidad que sólo los impresionistas podrán superar.
Nacido en una familia acomodada, Bartolomé Esteban Murillo se casó en 1645 con Beatriz Cabrera Villalobos. El matrimonio tuvo 10 hijos, de los que únicamente cinco sobrevivieron a la madre, fallecida en 1663 con solo 38 años.
La pareja vivió el drama de la muerte de sus tres primeros hijos en unas semanas a causa de la terrible epidemia de peste que asoló Sevilla en 1649. La tragedia dejó huella en la obra de Murillo, que a partir de entonces intensificó el interés por la infancia en sus cuadros.
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