Hoy es 5 de agosto de 2026: "Vendrán lluvias suaves"
"Hoy es 5 de agosto de 2026" así termina en cuento de Ray Bradbury. ¿Qué pensó el escritor en 1950, que 76 años después la raza humana estaría extinta? Bueno, todavía faltan 2 años... Nunca se sabe.
En 1950, el autor estadounidense Ray Bradbury publicó su célebre cuento "Vendrán lluvias suaves", que se ha vuelto emblemático no solo por su prosa poética y evocadora, sino también por su inquietante visión del futuro. El relato se desarrolla en un mundo post-apocalíptico donde la humanidad ha desaparecido, dejando atrás un hogar que continúa funcionando gracias a la intervención de una inteligencia artificial. La línea final del texto, "Hoy es 5 de agosto de 2026", resuena de manera particular en nuestra época actual, ya que al mirar hacia el futuro, uno no puede evitar cuestionar las implicaciones de esas palabras adquiridas en un contexto contemporáneo.
La ciencia ficción ha sido tradicionalmente un medio a través del cual los escritores exploran las consecuencias de las acciones humanas en el planeta y en la sociedad. Bradbury, a través de su estilo lírico, da vida a una narrativa que reflexiona sobre la fragilidad de la civilización. La ausencia de seres humanos en su cuento revela un profundo sentido de pérdida, pero también invita a la reflexión sobre la relación que mantenemos con la tecnología y la naturaleza. En la obra, la casa automatizada sigue con su rutina diaria: prepara el desayuno, riega el jardín y reproduce un calendario de actividades, dejando entrever el contraste entre el brillante funcionamiento de la tecnología y la devastación que ha caído sobre la humanidad.
El hecho de que el cuento haya sido escrito en 1950, en medio de la Guerra Fría y los temores nucleares, es fundamental para entender la preocupación de Bradbury. En un momento en que los avances científicos estaban marcando un cambio radical en la vida humana, también comenzaban a manifestarse los peligros inherentes a estos desarrollos. La visión de una humanidad extinguida no es simplemente una predicción, sino un símbolo del temor a que la arrogancia del hombre lo lleve a su propia destrucción. La alusión al 5 de agosto de 2026, un futuro que para el autor era incierto y temido, se convierte en una fecha significativa que resuena en nuestro presente, 76 años después de su escritura.
La indagación sobre lo que Bradbury pudo haber pensado en la década de 1950 es compleja. Puede que el autor no hubiera previsto, de manera concreta, la fecha de un apocalipsis, pero su obra es, sin duda, una advertencia ante la inminente posibilidad de la extinción humana. Vivimos en una era en la que los cambios climáticos, las crisis ambientales, y los conflictos geopolíticos sugieren que la humanidad se encuentra en un delicado equilibrio. La pregunta que surge es: ¿podemos evitar el destino que Bradbury imaginó?
A menos de dos años de alcanzar ese fatídico 2026, la reflexión sobre "Vendrán lluvias suaves" no solo mantiene su relevancia, sino que se vuelve más urgente. La historia de Bradbury es un recordatorio de que la ciencia y la tecnología, aunque portadoras de grandes promesas, también conllevan riesgos que debemos manejar con sabiduría. La capacidad para crear un futuro mejor está en nuestras manos, aunque la historia nos advierte del peligro de la inacción.
En conclusión, "Vendrán lluvias suaves" es mucho más que un simple relato de ciencia ficción; es una meditación profunda sobre el destino humano y su relación con la tecnología. Bradbury desafía al lector a reflexionar sobre el legado de la humanidad y las decisiones que tomarán las generaciones actuales y futuras. La fecha del 5 de agosto de 2026 nos invita a considerar no solo lo que construimos, sino lo que preservamos en nuestro tiempo.
Vendrán lluvias suaves
La voz del reloj cantó en la sala: –Tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse, las siete. Como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el vacío. –Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve! En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de tocineta, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca. -Hoy es 4 de agosto de 2026 -dijo una voz desde el techo de la cocina- en la ciudad de Allendale, California -repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara-. Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad. En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos. -Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno! Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía fuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: “Lluvia, lluvia, aléjate… zapatones, impermeables, hoy.”. Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía. Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez. A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano distante. Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes. “Las nueve y cuarto”, cantó el reloj, “la hora de la limpieza”. De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal. Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia. Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda. Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico-, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas. Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que bordeaban la paranoia mecánica. Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa. La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles. El mediodía. Un perro aulló, temblando, en el balcón. La puerta de la calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia. Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno. El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio. Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos panqueques que llenaban la casa con aroma de jarabe de arce. El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala. Las dos, cantó una voz. Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico. Las dos y cuarto. El perro había desaparecido. En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea. Las dos y treinta y cinco. Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de ensalada de huevo. Sonó una música. Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas. A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros. Las cuatro y media. Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto. Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento. De pronto las paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los manantiales. Era la hora de los niños. Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente. Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris. Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas aquí. Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca. -Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche? La casa estaba en silencio. -Ya que no indica lo que prefiere -dijo la voz al fin-, elegiré un poema cualquiera. Una suave música se alzó como fondo de la voz. -Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece…
Vendrán lluvias suaves y olores de tierra, y golondrinas que girarán con brillante sonido; y ranas que cantarán de noche en los estanques y ciruelos de tembloroso blanco y petirrojos que vestirán plumas de fuego y silbarán en los alambres de las cercas; y nadie sabrá nada de la guerra, a nadie le interesará que haya terminado. A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles, si la humanidad se destruye totalmente; y la misma primavera, al despertarse al alba, apenas sabrá que hemos desaparecido.
El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música. A las diez la casa empezó a morir. Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina. La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto. -¡Fuego! -gritó una voz. Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro: -¡Fuego, fuego, fuego! La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego. La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica. Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo. La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada. El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas. Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas. De pronto, refuerzos. De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde. El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con una serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde. Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce. El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí. La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corran, corran! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corran, corran, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron. En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante… Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas! Y en la llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos. El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo. En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de tocineta, que fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente. El derrumbe. El desván se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos. Humo y silencio. Una gran cantidad de humo. La aurora se asomó débilmente por el Este. Entre las ruinas se levantaba solo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes: -Hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es…
Sucede algo muy extraño cuando nuestra casa empieza a actuar por sí sola. Vivimos en ella pero rara vez le atribuimos vida. Por eso es tan curioso lo que pasa cuando tratamos de volverla inteligente: en cierto sentido le estamos soplando vida.
En "Vendrán lluvias suaves", un cuento incluido en Crónicas Marcianas (1950), Ray Bradbury describe cómo funciona una casa cuyos habitantes ya no están. Temprano las paredes anuncian la hora de levantarse y la cocina se dispone a preparar el desayuno. Una serie de ratones mecánicos limpian y vuelven a sus metálicas madrigueras. Las rutinas se suceden sin pena y sin gloria.
Desde la entrada se escucha una voz que anuncia lluvia y sugiere tomar el paraguas. Afuera la puerta del garage se abre hasta que se aburre y se vuelve a cerrar. Nadie come el desayuno así que la propia casa lo descarta por las cañerías. En el jardín los regadores atienden lo que alguna vez fue césped delante de las cinco tétricas siluetas en la pared carbonizada de los antiguos ocupantes de la casa.
Al caer la noche, la voz de la pared se dispone a leer un poema, pero no recibe respuesta. Aventurada, elige uno de sus favoritos: "There Will Come Soft Rains", de la poetisa estadounidense Sara Teasdale. Aquellas líneas, publicadas en 1918, aludían también a la ausencia humana—"la misma primavera, al despertarse al alba, apenas sabrá que hemos desaparecido"—y al despliegue posterior de la naturaleza, indiferente a la extinción de la humanidad.
"La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros", escribe lacónico Bradbury. "Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles". Comidas preparadas pero no consumidas, juegos de mesa armados pero no jugados, poemas recitados pero no escuchados. El relato es testimonio de la falta de significado que la actividad de la casa tiene sin la presencia humana.
La elección del poema—tanto por Bradbury como por la casa inteligente que lo recita—no es inocente. En su tecnopesimismo, lo que el maestro literario denuncia es el absurdo de nuestras invenciones. La casa, programada para seguir rutinas, no es más que un esqueleto torpe al que le falta vida. Pero, en contraste, en el mundo pintado por Bradbury ya no hay siquiera naturaleza, solo torpes imitaciones mecánicas hechas por humanos.
Pensé en este cuento con la última incorporación que hice a mi humilde intento de casa del futuro. Desde hace algunas semanas, y luego de instalar un kit de luces inteligentes de Phips Hue, logré que la iluminación se acomode a mi antojo. Desde el teléfono, e incluso a kilómetros de distancia, manejo mi propio ensamble doméstico de robots: puedo anunciarle en voz alta a Google Home que llegué y sin titubear este pone alguna lista de música y prende las luces tenues. Al decirle que quiero leer, la música y las luces vuelven a acomodarse. Creo que hasta podría indicarle que habrá una fiesta y seguro sabría qué hacer. Si no pido más cosas es únicamente por falta de imaginación.
En apenas un año y medio de interactuar con un asistente digital desarrollé el reflejo de pedirle cosas en voz alta. Que cuál es el clima, que quiero escuchar cierta canción, que si tengo algo en mi agenda mañana, y así sucesivamente. A esa lista ahora le agrego la de pedir si sería tan amable de prender la luz del living o apagar la de la habitación, que ya me acosté y no me quiero levantar.
La automatización de nuestros hogares nos fuerza a entender la mecánica de nuestra cotidianidad. Si bien los dispositivos que hacen a las casas inteligentes están diseñados para adaptarse a nuestro día a día, suele resultar a la inversa: cambiamos la forma en que hablamos para que el asistente digital nos entienda, así como la forma en que interactuamos con la casa para que tenga más sentido automatizar sus funciones.
Recién ahora que puedo manipular algo tan fundamental para nuestra relación con el espacio en el que vivimos como lo es la iluminación, es que algo se siente distinto. El internet de las cosas acarrea consigo esa sensación entre lo encantado y lo embrujado: la casa que hace el desayuno aunque nadie viva en ella, o que prende las luces y pone música incluso antes de que cruce la puerta.
De lo que no me había dado cuenta hasta esta mañana viajando en colectivo es de que, al amoldarme a una rutina que yo mismo diseño y al enseñársela al cerebro mecánico que de la automatización se encarga, de algún modo le estoy mostrando a mi casa cómo vivir. Quizá algún día, entre que prende alguna luz, pone algo en el televisor y anuncia si va a llover, apenas sabrá que hemos desaparecido.
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