Biografías atormentadas
Según la tradición (que tergiversó sus datos biográficos para ofrecer una imagen sesgada de él), la vida del gran escritor trágico griego Eurípides (480-406 a. de C.) estuvo marcada por el signo de las desgracias. Nació el mismo día en que sus compatriotas vencían a los persas en la batalla de Salamina, desarrollada en la embocadura del estrecho de Euripo, circunstancia de la que precisamente proviene su nombre. Era hijo del tabernero Mnesarchos y de la verdulera Clito, con quienes, además de privaciones, pasó una infancia llena de disputas familiares. Tras ser atleta, pintor, retórico y filósofo, comenzó a escribir tragedias, que en muy raras ocasiones gozaron del favor del público. Para colmo, padecía de halitosis y murió al ser atacado por los perros de un pastor. Incluso, para completar el cuadro, y de hacer caso a la leyenda, su desgracia llegó más allá de la muerte, pues junto a su tumba brotó un manantial de aguas ponzoñosas.
De ser ciertas las pocas noticias legendarias sobre su vida, la profesión original de Sócrates (h. 470-399 a. de C.) hubiera tenido que ser, a consecuencia de su linaje, la de picapedrero; sin embargo, abrió una escuela de filosofía. Durante toda su vida se jactó de ser pobre y, como sostuvo que la riqueza y todo afán de lucro eran éticamente indeseables, se mantuvo siempre consecuente, negándose por ejemplo a cobrar sus lecciones. Según algunos relatos, se cuenta que, pese a su gran fama, su indigencia fue tal que su esposa, Xantipa, hubo de trabajar como lavandera para mantener a la familia.
El poeta cómico romano Tito Maccio Plauto (h. 254-184 a. de C.) fue hijo de una familia tan pobre que, en su juventud, hubo de servir como criado a actores y más tarde, tras dilapidar una gran fortuna, ya siendo una autor y actor famoso, fue alquilado (como era costumbre en la época) por un molinero para hacer girar la rueda de molino.
El filósofo grecolatino Epicteto (50-130?), uno de los más representativos estoicos, fue un hombre que, a juzgar por los relatos de su vida que nos han llegado, gozó de una infinita paciencia y de una incomparable templanza. Por ejemplo, el historiador Celso cuenta que cierto día que Epicteto, que como se sabe era esclavo, era maltratado por su cruel amo Epafrodito, el paciente filósofo le avisó de que si seguía retorciéndole una pierna en el aparato de tortura, cual llevaba haciendo un rato, no sería de extrañar que acabara rompiéndosela. Ocurrido el desenlace previsto, Epicteto, impertérrito, le dijo a Epafrodito: «Ya os había dicho que ocurriría». Si damos por cierta esta anécdota, no es de extrañar que toda su doctrina se resumiera en su conocido lema «Abstente; resígnate».
La bella Eloísa (1101-1164) fue una mujer realmente singular, entre otras razones, porque llegó a cursar estudios de medicina y filosofía en un tiempo en que prácticamente ninguna mujer lo hacía. Su tío, el canónigo Fulberto, con quien vivía, contrató al filósofo y teólogo Pierre Berenguer (1080?-1142), más conocido con el seudónimo de Abelardo, a la sazón profesor en la universidad de París, para que adiestrara a su sobrina en dichos saberes. Por entonces, Eloísa tenía 16 años y Abelardo, 38, y entre ambos surgió un apasionado amor. Fruto de él, la inteligente y bella pupila quedó embarazada. En tal tesitura, Abelardo simuló su rapto y la envió a Bretaña, a casa de una hermana suya, donde Eloísa dio a luz a un niño, al que, por cierto, impusieron el curioso nombre de Astrolabio. Ante las reclamaciones de Fulberto, Abelardo accedió a casarse con la joven siempre que la ceremonia se celebrara en secreto y su matrimonio no fuera nunca desvelado; pero la propia Eloísa rechazó la proposición para no perjudicar con el posible escándalo la reputación y la carrera de su amado. Pese a ello, finalmente se casaron. A pesar del pacto, Fulberto hizo pública la noticia y Abelardo envió a su esposa a la abadía de Argenteuil para reducir los efectos del escándalo. Más creyendo el iracundo Fulberto que lo que realmente intentaba Abelardo era deshacerse de su esposa, contrató a unos sicarios que irrumpieron en la casa del filósofo y, siguiendo las instrucciones del canónigo, lo castraron. Desolada con tan triste noticia, permanecería el resto de su vida convertida en una sabia y apacible abadesa, pero sin olvidar nunca su imperecedero amor por el mermado filósofo. Este volvió tras un tiempo a recibir permiso para dar clases y fundó en la región de Champagne la famosa escuela de filosofía del Paráclito, actividad con la que poco a poco fue olvidando a Eloísa. Sin embargo, sus ideas, avanzadas a ojos de la ortodoxia católica, le hicieron caer otra vez en desgracia, tras ser sucesivamente condenadas en el Sínodo de Soissons (1121) y en el Concilio de Sens (1141), acabando sus días como simple monje en un convento, escribiendo libros de teología y su famosa autobiografía, Historia de las desventuras de Abelardo. Eloísa, que le sobrevivió veintidós años, murió, aún enamorada, en su retiro bretón, siendo enterrada, por fin, junto a su amado.
El santo italiano San Francisco de Asís (1181-1226) es la primera persona conocida que sufrió un estigma. En 1224, vio un radiante ángel ardiente con seis alas que llevaba a un hombre crucificado en el monte Alberno en los Apeninos. Tras esa visión, cayó en trance extático y aparecieron unas heridas en sus manos, pies y costados, como si él mismo hubiera sido crucificado. La autenticidad de estos estigmas fue comprobada por los Papas Gregorio IX y Alejandro IV.
En cierta ocasión en que el emperador Yung-Lo, que gobernó China entre 1402 y 1424, tuvo que ausentarse por largo tiempo de la capital, dejó a su consejero, el general Kang Ping, al cuidado de su harén. Buen conocedor del carácter paranoico e irascible del emperador, este general tuvo la idea de prevenir la sospecha de que hubiera seducido a sus concubinas que indudablemente Yung-Lo volcaría sobre él a su vuelta. Para ello, se castró e introdujo su pene en el equipaje de viaje del emperador antes de que este partiese. Nada más regresar a la capital, como había previsto el general, el emperador le acusó de no haber respetado sus votos de mantenerse alejado de sus mujeres. Kong Ping, tranquilo, se dirigió al equipaje del emperador y recuperó su pene, demostrándole así que tal acusación era infundada. El emperador, conmovido por el gesto de su general, le nombró inmediatamente jefe de sus eunucos e incluso, a su muerte, levantó en su honor un templo, nombrándole protector eterno de todos los eunucos.
El gran poeta y dramaturgo francés François Villon (1431-h. 1463) fue condenado a muerte por capitanear una banda de ladrones y por el homicidio de un sacerdote en el curso de una riña, así como por ser autor de versos satíricos. Confinado en las mazmorras del obispo de Orleáns en espera del cumplimiento de la sentencia, se benefició de una amnistía general proclamada con ocasión de la entronización del rey Luis XI. Sin embargo, poco después, en 1462, fue nuevamente encarcelado y condenado en París por un nuevo homicidio, siendo sentenciado a morir en la horca. Le conmutaron la pena por la de destierro de París y nunca más se volvió a saber nada de él.
La religiosa dominica peruana Isabel Floret, de nombre religioso Rosa de Lima (1586-1618), que fue la primera santa sudamericana, representa un ejemplo extremo de mortificación voluntaria a mayor gloria de Dios. Se cuenta que, cuando un joven alabó un día su belleza, se rasgó el rostro, marcando sus cicatrices con pimienta y sal. Cuando, tiempo después, otro joven loó la belleza de sus manos, las sumergió en lejía pura para deformarlas. Durante toda su vida comió alimentos poco apetitosos (principalmente, hierbas y raíces cocidas) y cada vez en menor cantidad. Vivió siempre en una pequeña choza que sus padres construyeron para ella en el jardín de la casa familiar, dedicando doce horas diarias a la oración, diez horas al trabajo y dos al descanso. Además, siempre vistió una blusa de un tejido extremadamente áspero que procuraba un constante picor mortificante a su piel. Alrededor de la cintura se anudaba cuan fuerte podía una cadena que, a cada movimiento, hendía su carne y, por si ello no fuera poco, se colocaba una corona de espinas de plata en la cabeza. Cada vez que su confesor trataba de que aliviase todos estos suplicios, ella arredraba con más ímpetu en ellos.
El compositor alemán Georg Friedrich Haendel (1685-1759) sufrió a los 52 años un ataque de apoplejía que le paralizó la mano izquierda, casi al mismo tiempo que perdió totalmente la vista. Sin embargo, siguió componiendo hasta su muerte, ocurrida veintidós años después.
La madre de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) murió al darle a luz y ello provocó que su hijo recibiese una educación muy desordenada, que influiría tanto en su obra como en su vida posterior, generándole un carácter y un temperamento muy inestables. Desempeñando múltiples oficios, Rousseau se entregó pronto a multitud de amoríos y romances. Empleado como aprendiz de procurador y grabador con el maestro Ducommun (que le sometió a un cruel trato), optó por huir cuando tenía 16 años, recalando en la ciudad de Confignan, en la Saboya francesa. Allí encontró se asiló en casa de un sacerdote, al que se ganó con el pretexto de haber llegado a su puerta para convertirse al catolicismo. El sacerdote le envió a casa de la baronesa de Warens, la cual le hizo ingresar en el convento del Espíritu Santo de Turín, donde el muchacho abjuró del protestantismo. Luego vivió amancebado durante algunos años con su protectora, de la que al cabo perdió su favor. Tras una breve temporada en que ejerció de preceptor en Lyon, llegó a París en 1741, donde entró en el círculo de los enciclopedistas, viviendo bajo la protección de una de ellos, Madame d'Epinay. Mientras tanto comenzó una relación amorosa clandestina con una modesta costurera, Teresa Le Vasseur, de la que tuvo cinco hijos (enviados sucesivamente al hospicio tan pronto como nacieron) y con la que se casaría finalmente veinticinco años después. Reingresado en la fe protestante, y tras publicar algunas obras que alcanzaron un gran éxito, hubo de huir de Francia al ser perseguido tras la publicación de Emilio, condenado por el Parlamento de París. Fue acogido por el rey Federico II de Prusia y posteriormente por el filósofo inglés David Hume. De vuelta a Francia, empobrecido y malviviendo como copista de música y autor de opúsculos, entró en una fase de extrema hipocondría, que le llevó a cambiar constantemente de residencia hasta su muerte.
Al morir en 1805, a los 47 años en la batalla de Trafalgar, Horacio Nelson (1758-1805) —que, por cierto, aunque ha pasado a la historia como el Almirante Nelson, nunca obtuvo ese grado, sino sólo el de vicealmirante—, había sufrido la malaria en sus viajes por las Indias Orientales y Occidentales, había perdido un ojo mientras luchaba en Córcega y su brazo derecho en Tenerife. No es de extrañar, a la vista de ello, que, según cuentan los cronistas, el supersticioso Nelson, antes de entablar la batalla de Trafalgar, clavara una herradura de la suerte en el mástil de su nave almirante, la Victory. Lo cierto fue que tal vez esta herradura trajo muy buena suerte a Gran Bretaña, cuya victoria en Trafalgar detuvo para siempre los planes invasores de Napoleón, pero no impidió que Nelson muriese en la batalla.
La imagen histórica de eterno vencedor que se aplica a Napoleón Bonaparte (1769-1821), al menos hasta su derrota final, ha de ser contrastada con los múltiples problemas de salud que arrastró. Al parecer, además de ser vencido en Waterloo, hubo de soportar la derrota mientras luchaba contra las hemorroides, llegándose a especular que esta dolencia fue una de las razones principales de su derrota, ya que le impedía montar a caballo, lo que, a su vez, no le permitió tener un conocimiento exacto de la marcha de la batalla. También sufrió al parecer de estreñimiento crónico durante toda su vida. Y eso que era un comedor frugal, de lo que da muestra, por ejemplo, que su plato favorito fueran las patatas hervidas con cebolla. Asimismo, sufría un miedo visceral, de carácter fóbico, hacia los gatos. Para algunos historiadores, parece seguro que también contrajo la sífilis. En fin, según estudios recientes realizados sobre su esqueleto, parece muy verosímil que muriese envenenado. Tal vez tantos males y achaques hicieron de Napoleón un hombre precavido. Y quizás por eso, en mayo de 1813, firmó una póliza de seguro por valor equivalente a 10 millones de pesetas de la época, cubriendo la eventualidad de que muriese en batalla o fuese hecho prisionero. La prima que tuvo que pagar fue de tres libras para un seguro válido tan sólo para un mes. Sin embargo, frente a esa existencia tan llena de achaques, su inmortalidad goza de una muy buena salud, si se puede decir así.
La infancia del escritor, filósofo y economista inglés John Stuart Mill (1806-1873) transcurrió sometida a la férrea disciplina que le fue impuesta por su padre, el erudito James Mill (1773-1836). A los 3 años, su padre le enseñó griego antiguo; a los 4, le introdujo en la historia; y a los 8, le avezó en latín, geometría y álgebra. A los 12, John Stuart ya conocía a fondo las obras de Virgilio, Horacio, Ovidio, Terencio, Cicerón, Homero, Sófocles y demás figuras de la cultura grecolatina, leídas todas ellas en su lengua original. Además, era obligado por su padre a escribir composiciones poéticas en inglés. Con estos antecedentes, tal vez no resultó extraño que John Stuart Mill sufriera a los 20 años una grave depresión existencial, de la que, según confesión posterior, sólo salió gracias a la poesía de Wordsworth que le recalificó para la vida diaria y que atemperó tanto caudal cultural con muchas y buenas dosis de madurez sentimental y de humanidad mundana.
Fiodor Dostoievski (1821-1881) nació en el manicomio en que su padre trabajaba de médico. En su infancia vivió, pues, en permanente contacto con los enfermos mentales, lo que marcaría su vida e impregnaría toda su obra literaria con una fructífera vocación por la introspección psicológica de sus personajes. Además, hubo de convivir durante toda su vida con la pobreza y las enfermedades. La epilepsia y los continuos problemas familiares influyeron en su atormentada literatura. Para colmo, cuando era un escritor muy famoso, fue condenado a muerte por sus ideas revolucionarias, aunque en el último momento esta condena fue conmutada por los trabajos forzados y el destierro en Siberia.
Los comienzos de la carrera literaria del gran dramaturgo noruego Henrik Ibsen (1828-1906) no fueron nada halagüeños. Su primera obra publicada, Catilina (1848), supuso tal fracaso de ventas que los libros, deshojados, acabaron siendo vendidos a un tendero como papel de envolver. Después de tal fracaso, intentó matricularse en la universidad de Oslo, pero suspendió el examen de ingreso. También trató de dedicarse al periodismo, pero igualmente no tuvo éxito. Por fin, comenzó a trabajar como empresario teatral, primero en Bergen y luego en Cristianía (la actual Oslo), puestos que le permitieron ir estrenando obras suyas, ninguna de las cuales alcanzó el éxito; si acaso, algún sonoro fracaso. Tras verse obligado a abandonar sus poco exitosos negocios teatrales, hubo de pasar cinco años de extrema pobreza en Roma, en los que se convirtió en uno de los muchos bohemios de largos cabellos e ideas chocantes que por allí pululaban. Finalmente, se decidió a escribir un drama sobre el fracaso y envió sin demasiadas esperanzas una copia a la editorial noruega Danish, que lo publicó en 1866 con un buen éxito de ventas. Tras repetir éxito relativo con un nuevo drama, Peer Gynt, regresó a su país, olvidó todo escamo bohemio, aburguesó su aspecto físico y fue nombrado poeta nacional noruego.
El escritor ruso León Tolstoi, heredero del condado de su apellido, comenzó a sentir en determinada época de su vida una repulsión por lo que suponía la vida de un noble ruso: dueño y señor de la vida de sus vasallos, a los que podía explotar, maltratar e, incluso, llegado el caso, matar impunemente. Según confesión propia, él mismo se comportó así, hasta que, tiempo después, al abrazar la religión cristiana, revolucionó por completo su forma de vida. Por cierto, su conversión fue harto peculiar, pues siempre estuvo muy influido por otras confesiones, y fundamentalmente por la filosofía budista, por lo que, incluso, llegaría a ser excomulgado por la Iglesia Ortodoxa en 1901. Llevado por su nueva filosofía, vivió los últimos años de su vida como un sencillo campesino, un pobre mujik, en su hacienda de Yásnaia Poliana, en Tula. Comenzó a vivir pobremente, repartiendo caritativamente sus bienes, pese a la oposición de su esposa, Sofía Bers, que veía peligrar la situación de sus trece hijos. Hasta tal punto llegó la generosidad de Tolstoi que los estafadores pronto hicieron mella en su bondadosa e ingenua conciencia. Uno de ellos, de nombre Chertkov, llegó a convencerle de que debía entregar el resto de su bienes a un campesino pobre que los mereciese; es más, él mismo se presentó voluntario para ser «ese pobre destinatario de sus bienes». Tolstoi redactó un nuevo testamento en tal sentido y eso fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de su esposa. Cuando León la encontró cierto día rebuscando entre sus papeles, dispuesta a destruir aquel testamento, decidió abandonar Rusia y dejar atrás sus problemas. En una fría noche de octubre, León Tolstoi ocupó un asiento de tercera clase de un tren con destino a la frontera rusa. En el viaje, enfermó de pulmonía, muriendo pocos días después, el 7 de noviembre de 1910.
El filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900), desengañado del amor y misógino —sobre todo después de ser rechazado por Lou Andreas Salomé—, se amparó el resto de su vida en su hermana, secretaria, consejera y (según indicios) amante Elisabeth. Incluso cuando su hermana se casó con un terrateniente y esclavista paraguayo, de apellido Förster, la siguió a América. Vuelto a Europa, comenzó a dar crecientes muestras de locura, según se cree a consecuencia de una sífilis mal curada. Meses después murió en los brazos consoladores de su hermana, que además fue quien recopiló y publicó sus obras póstumas (eso sí, en una edición censurada que acentuaba los rasgos totalitarios de su pensamiento).
La actriz francesa Rosine Bernard, más conocida como Sarah Bernhardt (1844-1923) vivía obsesionada por la muerte. Visitaba a menudo el depósito de cadáveres de París y se compró un ataúd, que llenó con cartas de sus admiradores, y en el que dormía de vez en cuando. Enamorada de los animales, solía viajar acompañada de varios perros, gatos, pájaros, tortugas, monos e incluso leopardos, leones y caimanes. Esta actriz, que deslumbró el mundo del teatro con sus actuaciones que se contaban por éxitos resonantes, tuvo un comienzo de carrera, sin embargo, muy titubeante. Saldadas sus tres primeras actuaciones de 1862 (cuando tenía solamente dieciocho años) con tres rotundos fracasos, trató de envenenarse bebiendo colorante líquido. Cuatro años después, estuvo a punto de abandonar el teatro para casarse con el príncipe Henri de Ligne, padre de su hijo ilegítimo, Maurice, pero la familia del novio se interpuso y logró impedir la boda. En 1915, a los 71 años de edad, le fue amputada la pierna derecha; a partir de entonces sólo aceptó papeles en los que no tuviese que caminar por el escenario.
El escritor irlandés afincado en Inglaterra Oscar Wilde (1856-1900) vivía gracias a la fortuna personal de su esposa, Constance Mary Lloyd, lo que le permitía moverse con desahogo entre la alta sociedad inglesa de la época y dedicarse a la literatura hasta que fue difamado por el marqués de Queensberry, padre de Lord Alfred Douglas (amigo y compañero sentimental de Wilde). El escritor se querelló contra el marqués, quien se vengó acusándole formalmente de homosexualidad y sodomía (lo que ya no era una difamación, sino un hecho notorio), consiguiendo su encarcelamiento en la cárcel de Reading, donde Wilde pasó (los años sometido a trabajos forzados. Esta condena provocó la ruptura de su matrimonio, la ruina económica, el descrédito artístico y el rechazo social, hasta el punto de que, tras su excarcelación, Wilde tuvo que marcharse a vivir a París, donde moriría bajo nombre falso en la más completa ruina moral y económica.
A mediados de 1881, el sheriff Pat Garrett mató en la pequeña localidad de Fort Summer al célebre forajido Billy El Niño, que fue enterrado en el pequeño cementerio de la ciudad. Algunos años después, la tumba fue abierta por mandato judicial y se descubrió que al cadáver le faltaba la cabeza. Esto aumentó la leyenda que ya circulaba sobre la vida y las andanzas de aquel célebre bandido adolescente. William Boney, más conocido como Billy El Niño, había nacido en Nueva York, el año 1859, hijo de emigrantes irlandeses. Aun muy pequeño, marchó con su familia al territorio de Nuevo México, donde creció en un ambiente mexicano, hablando, por cierto, en español. A los doce años tuvo su primer tropiezo con la ley, al matar a cuchilladas a un hombre que estaba agrediendo a un amigo. Obligado a huir de la justicia, llegó a México, donde comenzó a forjar su fama como integrante de la banda de cuatreros de Jesse Evans. Denunciado por un periódico, tuvo que huir de nuevo, reapareciendo en el valle de Lincoln, donde se alistó en un ejército de matones que participaba en una guerra entre dos facciones enemigas. Derrotado su bando, continuó su vida de forajido, hasta que un nuevo gobernador, llamado Lewis Wallace (1827-1905) —más conocido en el mundo literario por haber escrito años después la famosa novela Ben-Hur—, dictó una amnistía general. Billy se entregó a la justicia con la esperanza de poder cambiar de vida, pero fue encarcelado bajo la acusación de asesinato. Logró huir de la prisión antes de ser ejecutado y continuó su vida de bandolero y cuatrero. En diciembre de 1880, el sheriff Pat Garrett le tendió una trampa, capturándole. Condenado a muerte en abril del año siguiente, se escapó de nuevo ese mismo mes, asesinando a sus dos guardianes. Oculto en Fort Summer, Garrett dio con él, matándole a traición amparado en la noche. A pesar de esta intensísima peripecia, al morir, Billy El Niño tenía sólo 22 años.
El considerado como poeta lírico más grande de la literatura moderna escrita en alemán, Rainer María Rilke (1875-1926), fue tratado por su madre como una niña durante los seis primeros años de su vida. Incluso era llamado Sofía y era vestido siempre con ropas femeninas. En la perturbada fantasía de su madre reemplazaba a una hija que había muerto antes de que naciera Rainer. Tal vez arrepentida de esta extraña educación, la madre inscribió al futuro poeta en una academia militar a los once años.
Similar trato recibió en su infancia el que sería general del Ejército de los Estados Unidos Douglas MacArthur (1880-1964), que fue vestido con faldas por su madre hasta que tuvo ocho años. Durante toda su vida sufrió un fuerte complejo de Edipo que, sin embargo, al parecer, no añadió trastornos de personalidad conocidos a su estado mental.
El atleta etíope Abebe Bikila ganó su primera maratón olímpica en los Juegos Olímpicos de Roma de 1960 corriendo descalzo los 42 kilómetros y 195 metros. Cuando cuatro años después repitió su triunfo en los Juegos Olímpicos de Tokio de 1964, ya lo hizo calzando unas convencionales zapatillas deportivas, pero su victoria también tuvo algo de épica, pues se produjo unas semanas después de ser operado de apendicitis. En 1968, participó en la misma prueba de los Juegos Olímpicos de México, donde tuvo que abandonar. En 1969 sufrió un grave accidente de automóvil, a consecuencia del cual quedó paralítico y condenado a vivir en una silla de ruedas. Sin embargo, no se desanimó del todo y participó en los Juegos para parapléjicos de Stoke Mandeville, en Inglaterra, en la competición de baloncesto en silla de ruedas. En 1973, una hemorragia cerebral acabó con su vida a los 41 años.
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