jueves, 11 de mayo de 2023

Dos relatos de Manuel Mujica Láinez (El cómic y el cuento)


Un nuevo experimento de este blog. Cada clásico de la literatura lo estaremos acompañando con su versión dibujada. Una buena oportunidad para observar cómo se las ingenió el guionista del cómics para adaptar el cuento del escritor. La evaluación queda a criterio de ustedes. Empezamos con el gran escritor argentino Manuel Mujica Láinez.


Manuel Bernabé Mujica Láinez (Buenos Aires, 11 de septiembre de 1910-La Cumbre, Córdoba, 21 de abril de 1984) fue un escritor, crítico de arte y periodista argentino. Era conocido en el ambiente literario porteño con el sobrenombre "Manucho".
Es reconocido por su ciclo de novelas históricas denominada "La Saga Porteña" conformada por Los ídolos (1953), La casa (1954), Los viajeros (1955) e Invitados en El Paraíso (1957), además de su ciclo de novelas históricas-fantásticas constituidas por Bomarzo (1962), El unicornio (1965) y El laberinto (1974). Es célebre por sus dos primeros libros de cuentos reunidos en Aquí vivieron (1949) y Misteriosa Buenos Aires (1950). Su novela El laberinto (1974) es considerada como una de las últimas novelas pertenecientes al realismo mágico en el continente.
Recibió a lo largo de su vida numerosas distinciones y premios entre los que se destacan la distinción de Oficial de la Orden de las Artes y las Letras (1964), la distinción de Comendador de la Orden de Mérito (1967) ofrecida por el gobierno italiano y la Legión de Honor del Gobierno de Francia (1982). En 1964 recibe el Premio John F. Kennedy por su novela Bomarzo compartido con Julio Cortázar por su novela Rayuela. (W)













El cuento

Hacía trece años que la casa permanecía cerrada: exactamente desde el Carnaval de 1900 y el espléndido recibo de máscaras de Don Diego Ponce de León. El señor había desaparecido esa madrugada. Luego se supo que vivía pobremente en los suburbios de Roma, con el escaso dinero que le enviaban los encargados de liquidar sus propiedades. Por fin se tuvo la noticia de su muerte, ocurrida en 1908 en una pequeña “villa” rodeada de cipreses, donde se privaba de lo necesario para continuar comprando terracotas y fragmentos hallados en las excavaciones. En el derrumbe de su quiebra, la casa de San Isidro seguía en pie, como olvidada. Un pleito espinoso entablado entre acreedores y herederos la aislaba del resto de la fortuna de Ponce de León, devorada por el desastre. El Banco al cual había sido confiada su administración, tenía asuntos más graves o más simples que atender, de suerte que él también la hizo a un lado. Frente al río, la quinta aguzaba su romanticismo en el abandono. A sus leyendas sumábase ahora la fama de su embrujo: era la casa de duendes que hay en todo pueblo antiguo; la casa cuya soledad se explica diciendo que está hechizada.
El parque había crecido libremente en su torno, borrando los caminos, devastando los canteros, apoderándose de las estatuas y de los jarrones. Los árboles entremezclaron sus ramas en el ahogo de las trepadoras y de los parásitos tendidos de follaje a follaje. Un agua turbia, zumbante de mosquitos, envenenó la fuente. La herrumbre comenzó a roer los arcos de la glorieta. El edificio mismo, el desconcertante edificio construido por tantas generaciones que multiplicaron en él añadidos y remiendos, adquirió la traza de un inmenso animal peludo, bajo las enredaderas. Algunas ventanas fueron tapiadas por la hiedra voraz. Había hormigueros en los patios y murciélagos en los corredores. Una palmera, locamente, había empezado a erguir su penacho en un hueco del mirador, junto a los vidrios rotos.
Trece años. Durante trece años la casa y el jardín libraron una batalla sin cuartel, pertrechada la primera en sus rejas y sus goznes, seguro el invasor de la eficacia de sus raíces reptantes. Hasta que la casa, ceñida por la marea verde, terminó por rendirse, y los seres que habían vivido a su amparo, domesticados, sumisos ante su orgullo —la glicina, la santa rita, la enamorada del muro, los jazmines— aliaron sus fuerzas en un ataque supremo y se lanzaron gozosamente a escalar el gran cadáver informe.
Cerca del camino, en un rancho, moraban los cuidadores que tan mal cuidaban del caserón. Era un matrimonio formado por Ramón, hijo de un cochero de los señores, y por Pepa, una criada muda, de ojos grises y crenchas lacias. Tenían un solo hijo a quien llamaron Gervasio. Había nacido en esa misma choza, trece años antes, poco después de la huida de Don Diego, de modo que su existencia se había desarrollado paralelamente con la ruina de la casona, y mientras que la una se sumía en la decrepitud creció el otro en fortaleza.
La infancia de Gervasio transcurrió solitaria, ensimismada, dura, entre la madre que no podía hablar y el padre hosco, que a poco de encargarse de la quinta había abandonado la lucha contra los ardides de la maleza. El padre y el abuelo de Gervasio habían estado al servicio de los Ponce de León desde hacía muchos años. Ramón sabía extraños cuentos de la casa, historias que habían alumbrado como fogatas crepitantes la niñez de Gervasio, y que referían el paso de los reconquistadores por su predio, cuando los ingleses tomaron a Buenos Aires, o el suicidio de un demente en el mirador, o el fin trágico de uno de los remotos dueños, un Montalvo, en el río. Costaba que narrara, pero cuando se echaba a hacerlo asombraba al niño con la descripción de las salas colmadas de muebles y de vitrinas con joyas deslumbrantes, y con la visión de las máscaras alegres corriendo por esas mismas galerías donde los murciélagos pendían como frutas negras.
Había un cuento que entusiasmaba a Ramón más que los restantes: era el del collar de rubíes de la señora de Islas que estaba oculto en alguna parte de la casa desde hacía casi un siglo. Nadie lo había encontrado, pero Don Diego Ponce de León le había asegurado que seguía allí, detrás de alguna de las paredes, bajo alguno de los pisos, tras las baldosas de alguno de los patios. Al relatarlo, chispeaba la mirada del padre y del hijo, como si los rubíes asomaran, encendidos, en el fondo de sus ojos idénticos.
Pero a veces, durante una semana o más, el padre se negaba a proferir palabra. Era peligroso acercársele por que se enfurecía con cualquier pretexto. El niño se refugiaba junto a la madre muda, agotada a los treinta y dos años, que lavaba sin fin para ganar el sustento de los tres, y que de tanto en tanto se alzaba sobre la tina, sobándose la dolorida cintura, y lo espiaba con los ojos de perro maltratado. Escuchaban entonces, a la distancia, los golpes de la azada paterna. Ramón buscaba la alhaja perdida, y doquier, en el jardín, en el quiosco oriental, en el comedor, en la azotea, en las galerías, los pozos de profundidad absurda que cavaba rabiosamente se transformaban en cuevas de ratas.
Cuando Gervasio cumplió trece años, su padre le llevó a la quinta vecina para ofrecerle como peoncito del jardinero. Allí conoció a Angélica.
¿Cómo no iba a enamorarse de él Angélica, esa Angélica de catorce años y de trenzas casi azules de tan oscuras, si para ella Gervasio era como un mensajero del mundo secreto, el mundo de la quinta embrujada? Sentada junto a su tío, en la terraza decorada de bancos de hierro afianzados sobre garras de león, suspendía la labor para atisbarle bajo las pestañas negras. Veía al muchacho alto y delgado, inclinado sobre la pala, y le temblaban las manos finas de señorita de la ciudad. A la hora de la siesta, cuando le oía rastrillar en el rezongo de las abejas y el monótono aserrar de las cigarras, soñaba con su pelo rubio, que el sudor le pegaba sobre la frente, con su pecho desnudo, dorado por el sol, que asomaba en la camisa, con sus dedos de uñas cuadradas, verdes y negras de arrancar yuyos y de perseguir hormigueros. De noche pensaba en él, en él y en su quinta extraña, su madre muda, su padre buscador de tesoros.
       Desde muy chica había pasado los veranos frente a la finca de Ponce de León. Desde muy chica había observado cómo desaparecía la casa frontera, año a año, bajo el avance triunfal de las hojas y de los troncos. Huérfana, mimada por su tío frívolo y bonachón, vigilaba desde esa casa siempre resonante de visitas, siempre trémula por el entrar y salir de los coches, la quinta de los vecinos. Sentía un pavor invencible ante la casa de Ponce de León. Cuando regresaban a la suya al atardecer o en la claridad de la luna, evitaba mirar hacia allí. Tenía miedo no sabía de qué, si de esa soledad, de ese abandono, o de algo más terrible, algo que no fuera natural pero que podría suceder, como por ejemplo que esa casa donde tanta gente había sufrido se desperezara una noche, como un animal fabuloso e iracundo, y resquebrajara la corteza que la envolvía para echarse pesadamente a andar. A menudo, permanecía despierta hasta muy tarde. Abría la ventana y miraba hacia el quintón de Don Diego. Solo alcanzaba a divisar, sobre el prieto follaje, el mirador y la balaustrada de la azotea. En la blancura estrellada de la hora, creía distinguir formas que se movían sobre la terraza. Le tiritaba el cuerpo núbil bajo el camisón y se llevaba las manos a los pechos apenas dibujados, porque a su miedo, sin sospecharlo, se mezclaban imprecisos elementos de sensualidad, como si aquel tenebroso aislamiento que la asustaba hasta el terror recelara la promesa de un goce raro, en vastos aposentos vacíos con chimeneas heladas y persianas chirriantes. Leía a Walter Scott y la imaginación se le coloraba de abadías y de castillos, y siempre, siempre, las escenas en que un espectro se corporiza, amenazador, tenían por marco la casa de Don Diego. Por nada en el mundo se hubiera atrevido a cruzar su verja. Por nada en el mundo.
Hasta que fue allí una vez, una sola vez. Y de noche.
Al principio Gervasio no comprendió nada del amor de Angélica, de ese amor que le rondaba sin cesar, en las mañanas y en las tardes perezosas, y que, sin embargo, era tan evidente que solo su ingenuidad, la despreocupación del tío mundano y la ausencia de otros testigos pudieron impedir que saliera a la luz, radiante, con fulgor de escándalo.
La niña aprovechaba cualquier ocasión para conversar con el jardinerito. Le pedía que le cortara flores, que le explicara cómo injertaba las rosas, cómo combatía los hormigueros. Cuando el tío dormía la siesta o visitaba al doctor Roque Sáenz Peña en la quinta de Aguirre, Angélica se hallaba invariablemente en los senderos que Gervasio recorría con su azada, limpiándolos de mala hierba.
Así surgió entre ellos una amistad confusa. Lo singular es que el muchacho, tan solo, no se entregara al calor de ese sentimiento con todas las fuerzas de su alma. Pero él era así, reservado, taciturno, no quería ver más allá de las espinas y de los brotes. No se daba por entendido y eso desesperaba aun más a Angélica y alimentaba su amor angustiado.
A veces hablaban de la quinta de Ponce de León. Gervasio respondía con monosílabos a las preguntas de la muchacha y esas breves palabras bastaban para que ella, en su cuarto que atestaban los muebles “art nouveau” diera rienda suelta a la imaginación y viera a su amigo como un disfrazado caballero, el caballero de la casa en ruinas prisionera de fantasmas.
Pero si la falta de madurez sensual de Gervasio le vedaba captar el amor de Angélica, su paisana malicia le hizo penetrar exactamente, hasta sus últimas penumbras, en el terror que le inspiraba su quinta. Cuando lo hubo valorado, fue como si su infancia sin juguetes recibiera un regalo estupendo. Poco a poco se lanzó a hablar, con sutiles recursos de sadismo que nadie hubiera asociado con su carácter. Así construyó para Angélica una casa macabra, a la que día a día fue incorporando elementos nuevos hasta trocarla en una madriguera de espantos.
Ella le escuchaba con los labios entreabiertos, en algún recodo del jardín. Gervasio complicaba su crueldad hasta suspender los relatos en la parte más escalofriante, como si no osara avanzar por las huellas del horror. Angélica le creía ciegamente, con la doble intensidad de la pasión que le infundía ese muchacho extravagante y hermoso, y de su desequilibrada predisposición hacia lo fantástico y lo terrible.
Como sus conversaciones seguían cotidianamente ese rumbo alocado, Gervasio no se dio cuenta hasta dos meses más tarde del amor que había encendido. El día en que ella se lo confesó, roja de vergüenza, lo que más impresionó a su espíritu de trece años, mientras la veía esfumarse corriendo entre la fronda, no fue la morbidez de sus trenzas casi azules, ni el encanto de su cuerpo en el despertar, sino la idea de que podría hacer lo que le antojara con esa hija de señores.
¡Con qué taimada habilidad redobló, a partir de ese momento, sus tretas para hacerla sufrir! El niño tuvo argucias de hombre y de hombre diabólico. En su psicología densa de sombras y de heredados resentimientos e inhibiciones, quizás el deseo de hacerla sufrir obrara no por el afán de obtener el sufrimiento mismo, sino por la intuición de que ese era el camino más seguro para someter la voluntad de Angélica. Angélica sería su esclava —así lo suponía él— por el miedo, cuando en realidad lo hubiera podido ser por la ternura, por el desdén, por cualquier otro sentimiento, porque ya era suya de todos modos. Pero él escogió al miedo porque al miedo lo comprendía, lo palpaba, pues si no había evolucionado todavía para el amor de la carne, que no sentía, en cambio al miedo lo conocía bien, ya que desde la niñez había convivido con él, entre la madre muda y el padre extraviado, en el caserón de pesadilla. En ese terreno movedizo podían encontrarse con la certidumbre de que la victoria le pertenecería.
A él la condujo definitivamente cuando le propuso visitar la quinta de Ponce de León. Llevarla a la casa que temía: ¿qué desquite mejor, qué prueba más rotunda de dominio, para quien nada poseía y no poseería nada?
El proyecto afinó su astucia. Se aplicó a ponerlo en práctica con todas las fuerzas de su empeño tortuoso. Meditaba en ello de noche. Su vida era tan simple, tan huera de preocupaciones, que esa sola bastó para colmarla.
Cuando advirtió borrosamente, sin definirla, la pasión de Angélica, su perversidad le insinuó que la forma de alcanzar sus propósitos era fingir que le correspondía.
Y aunque en el fondo se burlaba de ese sentimiento con la inconsciencia y la incapacidad de sus trece años, porque pensaba, aun sin haberlo comentado con otros muchachos de su edad, que “esas eran cosas de chicas”, una mañana tomó la mano que Angélica había afirmado sobre su azada y se la acarició. Luego atrajo hacia sí a la niña y la besó con un beso absurdo, que hubiera sido inocente de no mediar el móvil malvado.
Ella, en sus brazos, sintió por primera vez, como una gran ola surgida de lo más íntimo de sus entrañas, el arrebato espasmódico del amor de los cuerpos, para el cual, mucho más evolucionada que el peoncito, estaba pronta. Fue tan aguda su felicidad, tan mareante, que como en la oportunidad anterior huyó por el jardín hacia el refugio de la terraza, donde dormitaba su tío. Quedó allí en un rincón, bajo el rayado toldo, ahogada de alegría y de sorpresa.
Gervasio, que no había sentido más que un desperezamiento leve, pronto detenido, se alejó hacia la cocina de la servidumbre.
Ella no vivió más que para volver a lograr ese rapto doloroso y ardiente, en el cual todo su ser parecía fundirse. Pero Gervasio la esquivó. Atormentada por el deseo, más enamorada que nunca, Angélica le acosó en los senderos de la quinta, eludiendo al viejo jardinero. Gervasio le daba la espalda. Presentía que algo, algo secreto y punzante, algo que sería quizá la culminación del misterioso aleteo que le había estremecido, se había desatado dentro de Angélica, la mañana en que la besó. Como ignoraba de qué se trataba, no podía apreciar la extensión de su dominio, aunque barruntaba que ese enlace la había hecho más suya. Y continuaba madurando el plan de llevarla a la quinta de Ponce de León, como si solo así le fuera dado someterla a su capricho.
Dos días después, bajo un cielo gris que presagiaba tormenta, la aguardó en la avenida de eucaliptos. Ella se le aproximó y quiso rodearle con los brazos, pero él, solapado, le dijo:
—No, aquí no. Aquí pueden vernos.
Señaló hacia la casa de Ponce de León, cuyo mirador coronaba la enramada frente al río, y añadió por lo bajo:
—Allí.
Angélica le miró despavorida. ¿Allí, en la casa cuyos espantos le había descrito tantas veces?
Gervasio clavó la azada en tierra.
—Allí habrá de ser. Mirá, vos estás repitiéndome siempre que me querés pero no te creo. Si venís allá te creeré. Oíme: esta noche va a llover y quiero que sea una noche de lluvia. Me ha dicho la cocinera que tu tío va a ir a cenar a lo del Presidente. Si te decidís, te vengo a buscar a las diez. Podés salir por la puerta del costado y no se va a enterar ninguno.
La niña titubeó. Él, ladino, la atrajo, tomándole las dos manos. Estaban frente a frente, pero la presión del muchacho impidió que sus cuerpos se rozaran. Angélica veía, como en un sueño, su boca ancha y roja, su pelo rubio y enmarañado, el pecho tostado por el sol, en el hueco desgarrado de la camisa. Forcejeó por ceñirse a él, pero Gervasio pudo más.
—¿Vas a venir o no? Si no, despedíte de mí.
Se dobló vencida, accediendo, y Gervasio le soltó las muñecas.
Cruzaron el portón de reja cuando lejanos truenos anunciaban la inminencia de la tempestad. Una nerviosa frescura venía del sur y comenzaron a caer los goterones. Angélica se había embozado en un capote de lluvia de su tío. Gervasio sentía el temblor de sus dedos. Iban en silencio, hollando el pasto con fiebre, electrizado por la proximidad del agua. Una luz lívida, peligrosa, acentuaba el dramatismo del caserón. Cuando llegaron a la galería, la niña tuvo una reacción de pánico:
—Volvamos —suplicó— ya hemos estado en la casa. Ya he cumplido.
Él no tuvo piedad.
—Volvéte sola, si querés; pero esto no es lo que prometiste.
Ella vaciló y miró hacia atrás, hacia la negrura del jardín que iluminaban los relámpagos. Llovía con fuerza.
Un murciélago revoloteó sobre su capucha. Amedrentada, siguió al chico que había abierto una puerta y entraron en la casa. Estaban en el vestíbulo. Por las celosías zurcidas de hiedra penetraba una luz débil que apenas señalaba la desnudez de las paredes manchadas de humedad en las que colgaban largos trozos de papel despegado. Gervasio levantó un cabo de vela que había dejado allí esa mañana y lo encendió. Avanzaron en el zangoloteo de las sombras.
Enormes ratas, asustadas por la aparición de los intrusos, emprendieron una fuga ruidosa hacia los ángulos. Afuera los truenos se desataron y la tormenta sacudió la arboleda. Atravesaron el escritorio, dos salones y el comedor. En este último debieron dar un rodeo para no caer en uno de los pozos cavados por el padre de Gervasio, en su maniática búsqueda del collar de rubíes. Angélica iba aferrada a la mano de su compañero. Había cerrado los párpados para no ver, para no ver nada. Cuando súbitamente los abría, el miedo le atenaceaba más aún el corazón. No osaba hablar por espanto de que el eco de su voz los delatara ante los seres innominables de los relatos de su compañero, quienes seguramente acechaban desde habitaciones ocultas.
Así llegaron al último cuarto de esa ala. Allí, Angélica pensó desfallecer. La oscilación de la vela le mostró cuatro ojos brillantes. Eran dos ratas que se habían encaramado sobre el mármol de la chimenea. Rompió a llorar convulsivamente, histéricamente:
—¿Ya está? ¿Ya está? —preguntaba.
Él la estrechó como lo había hecho la mañana del jardín y la vela cayó y se apagó. Angélica temblaba tanto que los besos del muchacho no lograban apaciguarla.
—¿Ves? —repetía ella—. ¿Ves? ¿Ves que vine? ¿Ves que te quiero de verdad?
La aguda sensación que la había sobrecogido días antes renacía al contacto del cuerpo del adolescente.
—Apretáme por favor —le rogaba—, apretáme.
Entonces él le dio la medida de su saña refinada, arrancándose de sus brazos.
—No —le dijo—, esto ha sido muy fácil. Juntos no vale. Sola. Tenés que hacer algo sola. Entonces sí te creeré para siempre y podrás hacer conmigo lo que te dé la gana.
Simuló hurgar en la imaginación en pos de una nueva tortura, cuando en realidad ya la tenía meditada.
—Mirá, en el segundo patio hay una planta con flores coloradas. Son hibiscus. ¿Te acordás? Como las que hay en tu quinta al lado de la glorieta. Tenés que ir hasta allá sola y traerme una.
Ella esbozó una protesta, pero Gervasio, consciente de su imperio, la besó en la boca y en las trenzas.
—Yo te acompaño hasta la puerta que da al primer patio y te muestro el camino. Es muy fácil. En medio minuto vas y volvés. Te esperaré aquí. Si tenés demasiado miedo y no te animás, me pegás un grito y en un segundo estaré junto a vos. Te lo juro. Un solo grito. Pero si gritás habrás perdido. ¿Sabés?, es como si hubieras perdido una apuesta.
La empujó hasta la salida. Llovía a torrentes. El latigazo de un relámpago vibró en el corredor.
—Tomás por aquí derecho. Este es el primer patio. Cruzás aquel arco y ya estás en el segundo. La planta está en el medio. Es cosa de un momento. Y ya sabés, si no te animás, gritáme.
Cerró la puerta y, recortada por los barrotes de la reja, la vio oscilar un instante, como si el aire la meciera. Después la vio correr por la galería, hasta que se la tragó la noche de truenos.
Gervasio permaneció asido a la ventana. Del otro lado de la habitación, un estruendo feroz le hizo volverse. La tormenta había derribado uno de los eucaliptos carcomidos, sobre la casa. Una rama quebró la puerta opuesta a los patios y entró por ella. Una rama negra, como un largo brazo seco.
El niño tuvo miedo por primera vez. Entre sus piernas, las ratas se desbandaron hacia el comedor. Se encabritaron los truenos. Pálido, se afirmó en su apostadero de la reja. ¿Por qué no regresaba la muchacha? Ya debía estar aquí. Sus ojos escudriñaron las tinieblas. Pensó llegarse hasta el centro de la habitación, alejándose de las eléctricas descargas, pero se lo impidió la angustia. No se arriesgaba a girar la cabeza hacia donde la rama del eucalipto parecía el brazo de un gigante que manoteaba en la oscuridad.
¿Por qué no volvía? ¿Por qué no volvía Angélica? Por primera vez, también, tuvo ansias de sentirla junto a él, de sentir junto al suyo su cuerpo frágil y cálido. En un segundo comprendió cuánto perdería al perderla, y aquello que había sido en él confuso desperezamiento, la mañana reveladora del jardín, se concretó en deseo. Acaso su propio pavor suscitara ese sentimiento; acaso el valorar lo que su egoísmo despiadado había obligado a hacer a la muchacha; acaso la prueba del coraje de Angélica, sola en mitad del patio donde el hibiscus levantaba su incendio púrpura, como una planta infernal. Pero ¿por qué no volvía?
Abrió la puerta y espió hacia afuera, esforzándose por distinguir las formas en la noche. ¡Ah, cómo necesitaba ahora, pegado a su pecho, el pecho de la muchachita! Lo descubría por fin; descubría ese doble nido caliente, y las piernas delicadas y los labios y los ojos y el roce de la mejilla, todo lo que no había sabido ver. Era un hombre ahora, un hombre desesperado, y no un niño que inventa juegos estúpidos y crueles. ¿Por qué no volvía? Pero seguía siendo niño por la cobardía que le vedaba el dar vuelta la cabeza hacia el brazo asesino, y que le mantenía allí, cubierto de frío sudor.
¿Por qué no le llamaba? Aguzó los oídos, conteniendo la respiración, mas el estrépito de los truenos, de la lluvia y del revuelto follaje no le dejó percibir nada que no fuera el concierto furioso. ¿Y si le estuviera llamando? ¿Si le estuviera llamando con una voz de lágrimas y no pudiera oírla? O —y ante la inesperada perspectiva se hundió las uñas en las palmas— ¿si hubiera escapado de la casa, atravesando el parque, hacia el refugio de su propia quinta, de su dormitorio?
Salió a la galería y la cruzó volando. Se detuvo en el arco y abarcó el segundo patio. Los relámpagos le pintaron y despintaron con brochazos veloces su soledad. No había nadie allí. Nadie junto al hibiscus, nadie en el corredor. El miedo puso alas a sus trece años. Presentía detrás la rama del eucalipto, multiplicada en cien tentáculos negros. Saltó sobre los canteros hacia su propia habitación del rancho vecino del camino real. Le castañeteaban los dientes. Mordió la almohada. Había doquier manos crispadas y garfios. Sí, sin duda alguna Angélica había regresado a su casa, sin duda alguna.
La hallaron a la madrugada siguiente, cuando Ramón, Pepa y Gervasio recorrieron la casona para comprobar los daños de la tormenta. Estaba en el segundo patio. Había caído en la honda, disparatada excavación iniciada días antes por Ramón en busca del collar legendario. Estaba recogida sobre sí misma, como una momia del Altiplano. Las rodillas le tocaban la frente y el manto que la cubría le daba la traza curiosa de una pequeña bruja. Tenía en una mano una flor roja, y fija en los ojos, indeleble, la expresión de los que han visto algo que no debe verse, algo que no puede verse sin morir. Una semana más tarde, Gervasio abandonó a escondidas la quinta de Ponce de León. Ya no sería jardinero, ni dejaría que su existencia se deslizara entre los miradores de la costa de Buenos Aires. Se enroló de grumete y anduvo por mares lejanos. Y toda su vida, toda su vida vagabunda le persiguió el grito que no había oído y que no sabía si había sido proferido o no por los labios de la mujer que fue su amor único. Ese fue su castigo. Una noche de borrasca, al doblar la esquina de una calle en un barrio de prostitutas de Marsella, lo oyó nítidamente. Otra noche, bajo el azote del aguacero, lo oyó en Nápoles. Y otra noche, y otra noche, y otra noche, cada vez que los relámpagos recortaban las arboladuras y que los truenos estremecían los cafetines de la marinería, en Oriente y en Occidente, volvió a oír el largo grito demente de Angélica, pisoteada por los monstruos que había engendrado él.












El cuento

Filomeno Castillo, el pulpero de la calle de San Cosme y San Damián, se pavoneaba como un cortesano. Hasta había trocado el delantal de algodón con el cual disimulaba la falta de ropas más ceñidas y honestas, por unos calzones dignos del primer alcalde. Desdeñando el deprimente mostrador, símbolo de su ocupación villana, sin el pañuelo verde que, anudado a la cabeza, confirmaba su parentesco con la piratería, paseaba soberbiamente entre su clientela. Todos querían saber las noticias y él las daba gota a gota, como quien sirve un vino precioso, un vino harto mejor que los del Paraguay y Santa Fe que se agriaban en sus barricas.
Entraban las gentes a pedir las abigarradas mercaderías apiladas en los estantes, pues Filomeno era también corredor de ventas. Discutían un momento, por costumbre, sobre el precio de las pasas, de los bizcochos, del jabón de Tucumán, de las madejas de hilo, y, enseguida, se dibujaba en los labios del comprador la pregunta que colmaba de gozo al comerciante:
—¿Qué hay de la boda, señor Castillo?
El pulpero no se cansaba de repetir los detalles, ni la asamblea de escucharlos. La boda tendría lugar doce días más tarde. La consagraría el propio obispo de Buenos Aires, Su Señoría Fray Pedro de Fajardo, quien era no solo un prelado piadoso sino hijo de todo un caballero de Calatrava. A Filomeno se le hacía agua la boca. Por centésima vez desplegaba los últimos regalos que Don Francisco había enviado a su hija y que guardaba celosamente en una alacena. Las negras se extasiaban con el faldellín a la francesa y el jubón con ribetes. ¡Esos eran lujos que convenían a la futura esposa de tan gran señor!
La charla giraba como una rueda de colores, en cuyo centro mareante el orondo gallego se ahogaba de vanidad. Entrecerraba los ojos y se creía trasladado a la casa de su hija, entre tapices y doradas pinturas religiosas. ¡Suegro de Don Francisco Montalvo, él, el pulpero de la calle de San Cosme y San Damián! ¿Qué no se podía esperar de una carrera así iniciada? Se figuraba muy sentado en el escaño del Cabildo, con la vara entre las manos gruesas, o a caballo, de alférez real, haciendo tremolar el estandarte.
Los hechos se habían sucedido con tan vertiginosa rapidez que le parecían un sueño más, un sueño que se confundía con las fantasías de grandeza que de noche le revolvían en el lecho, junto a su flaca mujer.
Don Francisco había entrado por la puerta de la esquina dos meses antes, para quejarse de que había encargado unos higos y no se los entregaban. Quiso la casualidad que viniera él mismo, en vez de mandar a uno de sus esclavos, y que quien le atendiera no fuera Filomeno Castillo, anulado por el dolor de encías, sino su hija Leonor, y quiso —para coronar las yuxtapuestas voluntades— que Don Francisco se prendara como un muchacho, a los cuarenta y un años, de aquella flor de dieciséis, de aquel jazmín de la calle de San Cosme y San Damián.
Menudearon las visitas con sazón de escándalo. El pulpero dejaba hablar. ¿Qué le importaban las serenatas insolentes de los mazos, si observaba día a día cómo se caldeaba la pasión del soltero glacial, si lo veía enrojecer en la fragua y retorcerse como un hierro que toma la hechura que se le impone? Ya podían avinagrarse los guitarreros despechados e insinuar esto y aquello en sus canciones cojas. Él estaba seguro de la virtud de su hija única. Por otra parte, la menor sospecha, el indicio más leve, hubiéranle bastado para curarla a palos de las fiebres peligrosas, con una energía doblemente gallega y pulperil.
Hasta que Don Francisco, a punto por fin su metal recalentado para los toques definitivos, sucumbió ante la tentación de tan frescos candores y solicitó en matrimonio la niña que desperezaba en él, como serpientes dormidas en la nieve, sensaciones desconocidas. Filomeno la concedió de inmediato. No consultó ni con su mujer, ambulante esqueleto que había perdido toda voluntad hacía largos años, ni con Leonor, quien no había hecho, en el curso de su corta vida, más que recibir y ejecutar órdenes.
Filomeno se regodeaba con tal deleite que no se hubiera cambiado por Don Bruno Mauricio de Zabala, gobernador del Río de la Plata. Regidor… alcalde… alférez real… ¡qué fastuosas puertas se abrían a su ambición de padre político de uno de los vecinos más acaudalados y uno de los hidalgos más principales de la provincia! Gloria de tanto lustre, ¿a trueque de qué? De una muchacha sin formas, filosa, asustadiza, cuyos rasgados ojos siempre miraban al suelo y cuyos pómulos góticos recordaban los de las estatuas de piedra de su Galicia natal.
El pulpero no conseguía comprender cómo un ser tan desprovisto de gracia podía haber seducido a un caballero de la calidad de Don Francisco. El respeto de los no iniciados frente a los grandes misterios, le sobrecogía en la soledad de sus meditaciones. A no dudarlo, recelaba esa mocita esfumada algo secreto, sutil y punzante, como un aroma que no alcanzaba a percibir su olfato y que había enloquecido los sentidos alertas de Montalvo. El padre la trataba ahora como a un personaje de cuento, depositario de dones para él impenetrables. Eso sí, no se le hubiera ocurrido averiguar si Leonor amaba o no a aquel frío y silencioso hidalgo, veinticinco años mayor. Ni se le hubiera pasado por la mente suponer que, como aconteció para su desventura, después de bendecida la boda por Fray Pedro de Fajardo, no volvería a ver a su hija, ni sería alcalde, ni regidor, ni nada más que un pulpero amargado y decepcionado de la calle de San Cosme y San Damián.
Entre tanto, ignorante de las maquinaciones del sino adverso, paseaba con magnífico porte entre las negras asombradas, y distribuía con rumbo inaudito los vasos de vino de Santa Fe.
Poco tardó Leonor Montalvo en saber que su vida conyugal carecería de ciertas satisfacciones esenciales. Don Francisco, a pesar de que hubiera podido ser su padre —¡ay, no, que nunca hubiera podido serlo!—, no le disgustaba. Elegante, señoril, pausado, con un tic nervioso en el ojo izquierdo, era distinto de cuantos hombres había conocido en la tienda de San Cosme y San Damián. La halagaban el interés que en él había suscitado y los obsequios con que la colmó durante su noviazgo breve. Las mocitas del barrio abrieron tamaños ojos, cuando les enseñó las ajorcas de turquesas y los pañuelos de randas y la cadena de diamantes que había sido de los mayores de Montalvo. La niña extrañó apenas a los guitarreros que noche a noche se apostaban frente a las rejas de la pulpería para cantarla. Filomeno le había hecho comprender que junto a Don Francisco gozaría de halagos muy superiores a los que le brindarían esos pobres tañedores de vihuela, mal pesara a sus cinturas ceñidas y a sus ojos lánguidos. Sería una de las primeras damas de Buenos Aires. En las corridas de toros y en las fiestas patronales, estaría en el estrado de la plaza cerca del gobernador, haciéndose aire con el abanico. ¿Era posible ambicionar más bella suerte? Turbada por los razonamientos de su progenitor; por el majestuoso empaque del caballero, que cuando hablaba olvidaba una mano en el pecho, como los modelos de los retratos antiguos; por el titular de las piedras sobre su seno adolescente y por la envidia mal encubierta de sus amigas, no quiso oír a su madre, la sola vez que, tímidamente, trató de mostrarle la otra cara de su casamiento desigual.
Ahora discernía el porqué de los desvelos maternales y percibía el alcance de sus reticencias avergonzadas. Don Francisco, tras de encender su sensualidad, no había añadido leñas a las brasas juveniles. Humillado, el prócer se encastilló en una cólera sorda de la cual solo salió las contadas ocasiones en que tornó a ensayar el gesto inconcluso.
Percances de esa índole atormentaron la existencia de Don Francisco Montalvo. Enardecido por la niña de dieciséis años que le deslumbró en la sordidez de la pulpería, había creído que ella pondría punto a sus desesperaciones, y que a su vera recorrería sin tropiezos el camino riesgoso. No lo quiso el destino. Por eso el hidalgo tamborileaba irritadamente con los dedos magros en las talladas columnas del lecho matrimonial donde la muchacha fingía dormir. Por eso caminaba de largo a largo en el patio porteño, mientras se apagaban las estrellas. Por eso los tirones del tic le torcían el rostro en sus paseos solitarios.
Su preocupación más cara cifraba en que sus derrotas no se difundieran. Temía más al comentario aldeano que a las derrotas mismas. Tal fue el motivo por el cual, sin darles explicaciones, prohibió la entrada de su casa al pulpero y su mujer. Las gentes supondrían que lo hacía porque su orgullo no toleraba la familiaridad de tan modestos parientes. Mejor así. Mejor que le imaginaran cegado por fatuos prejuicios, que…
Filomeno Castillo no intuyó el escondido móvil del alejamiento. Tenía demasiada salud para descubrirlo. Como no le convenía dejar traslucir su destierro de las salas del yerno ilustre, inventó, a uso de su clientela, una intimidad inexistente esmaltada de visitas ilusorias. Su esposa sí presintió la causa verdadera pero, amordazada por treinta años de silencio, se limitó a ahondar los suspiros nocturnos, en la cama grande como un carruaje hasta la cual llegaba el mezclado olor de viandas y licores.
En Don Francisco la desazón presto se volvió manía obsesiva. Las caminatas lunares en el patio blanco, alrededor del aljibe, contribuyeron a su extravío. Pensaba y repensaba que algún otro vendría, tarde o temprano, a robarle la fruta zumosa que guardaba en la despensa y que se burlaba de su boca sin dientes. Le veía riéndose de él y ¡ay, ay, ay! Realizando con naturalidad feliz los ritos que esa misma Naturaleza le vedaba.
Pero no; él sabría defender lo que si no era suyo no sería de nadie. Su insatisfecha pasión conservaba intacta la llama primera, la llama prendida la tarde de verano en que el azar le condujo a la pulpería de Filomeno Castillo. Se llevaría a Leonor lejos de Buenos Aires. La enclaustraría con verjas y cerrojos. El vulgo no sospecharía su secreto. Otras mujeres españolas vivían así, como esclavas árabes, en el aislamiento de las suertes de tierras distantes.
Su amigo el capitán Don Domingo de Acassuso edificaba a la sazón una iglesia, cumpliendo un voto, a cinco leguas de la ciudad, frente al Río de la Plata. Crecía en torno una población titubeante, que empezaba a llamarse San Isidro en homenaje al santo labrador a quien estaba consagrada la capilla. En 1718, un año después de su boda, Montalvo adquirió allí una propiedad sobre la barranca, con límite de mojones en el camino del fondo de la legua. Enseguida se dedicó a alzar la casa segura, la remota pajarera para el pájaro cuyas alas se tornaban diariamente más ágiles, más trémulas en su ansia de vuelo.
Don Francisco Montalvo acertó en la elección del lugar de su retiro. Era un sitio encantador en el que quince años antes se había levantado la choza de un torero que murió ermitaño y en olor de santidad. Bosquecillos de talas, de espinillos, chañaros, sauces y durazneros cortaban la aspereza del pasto puna. Más allá, hacia la ondulación gentil de las lomas, trepaban las huertas con zapallos, con melones y sandías. En los contornos, las chacras desplegaban sus sembrados irregulares, con algunos ranchos dispersos. Como grises tropas de paquidermos, grupos de ombúes erguían su robustez sobre la gracia de las margaritas, de las azucenas silvestres, de los cardos.
En medio año de trabajo la casa estuvo pronta. Era sobria y amplia. La parquedad de sus muros de adobe crudo y ladrillos, azucaradamente enjalbegados, solo se alegraba con algún leve alero de tejas, con las rejas de barrote cuadrado, con los goznes de las puertas de tableros cuarterones. En breve una santa rita empezó a abrazar sus paredes.
Si sencilla exteriormente, propúsose Don Francisco que la finca fuera, en su interior, digna de su calidad. En el salón de baldosas puso el estrado y sobre él, pintadas por un indígena, las armas de los Montalvo, pues se preciaba de su parentesco con el señor de ese apellido que fue gobernador de Cuba, caballero de Santiago y alguacil mayor de la Inquisición de Granada.
En ese vasto salón vacío transcurrió buena parte de las horas de Leonor. Vivía en el siglo XVIII como una dama del XIII o del XIV, y a la verdad tan irreal era su existencia como las que se deslizan en el fondo de los tapices con follaje, entre unicornios, tréboles rojos y arvejillas multicolores.
Un ejército de esclavos andaba por la quinta. Don Francisco siempre tenía que ordenarles algo, ya se tratara de la plantación de vides nuevas, de la construcción de corrales para las vacas, de la tala del sauzal. Una vez por mes iba a Buenos Aires y en tres o cuatro oportunidades se aventuró hasta Córdoba, por sus negocios. Leonor quedaba al cuidado de dos fieles negros de Guinea, dos bufones sonrientes que acudían como perrazos a los nombres de Don Sacristán y Don Fermín. Pero la ausencia del amo apenas se prolongaba. A poco ya estaba de regreso, con algún regalo para su mujer. Con fútiles pretextos habían rechazado los cargos que se le ofrecieron, para que nada lo alejara del casón.
Así pasaba la cadena de los días iguales. Nadie les visitaba. La cancela permanecía cerrada siempre. Los domingos asistían a misa en la iglesia de San Isidro, y Leonor iba tan rebozada que ni siquiera se adivinaba la hechura de su cuerpo. El resto de la semana la niña ambulaba por su prisión de la barranca, perdido el mirar en un cielo de pájaros fugaces. Conocía de memoria el número de estrellas doradas que decoraban el manto de los tres Reyes Magos, en el óleo quiteño colgado en el salón. Sabía con exactitud infalible cuántas plumas formaban la cola del cisne y la de la paloma que sustentaban los sahumadores de oro. Podía decir, con solo escuchar el roce de los pies desnudos en el patio, cuál de los esclavos lo cruzaba. Así día a día… el canto de la calandria, el canto del benteveo, la voz gangosa de la mulata, la aguja en el bordado interminable, el mate, el gato acurrucado al sol, los talas bañados por la lluvia, la boca estúpida de Don Sacristán, los ojos de Don Francisco Montalvo, con ese su perenne sufrimiento…
Hasta que la niña ya no fue la niña sino una hembra esplendorosa, y esta, mujer madura, y el hidalgo comenzó a encorvarse y a requerir más y más el socorro del bastón de puño de plata, para sostenerse.
Leonor Montalvo era como su casa de San Isidro: la uniformidad de su recato exterior disfrazaba lo que dentro escondía. Agarrotada por un marido celoso, cuidada como un objeto frágil, no dejaba aflorar las tempestades de su ánimo. Aprendió de Don Francisco a pronunciar solo las palabras ineludibles. Cruzaba como una sombra las galerías y nadie, ni su esposo taciturno, ni las negras que alrededor remendaban infinitos lienzos, hubiera podido penetrar qué pensaba, qué soñaba, ni presentir en las líneas leves que empezaban a marcar su frente lisa la huella de una protesta contra la vida monjil que le había deparado la suerte.
En 1748, cuando el hidalgo contaba setenta y dos años y parecía un fantasma de aquel que seis lustros antes había alumbrado las aspiraciones del ya difunto Filomeno, un ataque postró a Don Francisco. El físico que acudió de Buenos Aires con más pompa que luces, declaró que se había roto un canal en su cerebro. Aconsejó reposo pues las consecuencias podrían ser fatales. Y se volvió a la capital en su jaca tatuada de mataduras.
Inmóvil en una silla frailuna con respaldo de vaqueta que le llevaron al estrado, el caballero semejaba una imagen más entre las que ornaban las paredes en el chisporroteo de los candiles. La parálisis ligaba su cuerpo. En la cara angulosa solo vivía el tic del párpado izquierdo. Al crepúsculo le transportaban a su lecho de madera de jacarandá.
Dos días corrieron así. Leonor no se separaba de él. A los cuarenta y siete años, escasos rastros le quedaban de la belleza que conmoviera a Don Francisco. Pesada, empastada, ablandada por los dulces y la molicie, nadie hubiera reconocido en aquella lenta mujer de ojos duros a la niña que vendía higos y bizcochos tras el mostrador de la pulpería, y que cuando todos dormían arrojaba una diamela a los guitarreros. Cosía desganadamente, entre las esclavas sentadas a la redonda en el piso. De tanto en tanto una atizaba el brasero y a su resplandor cobraba tintes siniestros la facha del castellano, con la faz inexpresiva convulsionada por el temblor nervioso. El miedo helaba a las negras. Siempre habían temido al señor Montalvo, pero ahora su pavor se transformaba en algo más denso y más profundo. La señora suspiraba y cortaba un hilo con los dientes. En el atardecer de otoño, tiritaban las campanadas de la capilla de San Isidro.
Al tercer día regresó el médico. Anunció con doctorales inflexiones que el proceso se desarrollaba bien y que si el enfermo salvaba sin sobresaltos la jornada siguiente quizá se notaran signos de reacción.
Algo más tarde vino un escribano de la ciudad. Necesitaba conversar con el amo urgentemente y se impacientaba ante Don Sacristán y Don Fermín que no abrían la cancela. Los servidores llegaron al salón con el mensaje. Quiso hablar Don Francisco pero solo arrastró unos balbuceos. Entonces se oyó la voz clara de Leonor:
—Háganle entrar.
Vacilaron los morenos. En tan largo espacio, jamás habían recibido una orden que no emanara del propio señor. Aun más, su tácito papel de vigilantes de la dama les otorgaba una jerarquía especial dentro de la casa, fuera de su dependencia.
Leonor se puso de pie y golpeó con una mano sobre el bastidor:
—Háganle entrar —repitió.
Los negros miraron hacia el hidalgo como buscando aviso, pero solo hallaron una fisonomía desierta.
A poco el escribano estaba allí.
—Salgan ustedes —dijo la hija del pulpero. Y esclavos y esclavas abandonaron la cuadra, en el rumor de los géneros plegados velozmente por las manos torpes.
El funcionario quedó más de una hora en el estrado. De hito en hito parpadeaba hacia el muñeco que presidía la absurda reunión. Explicaba las ventajas de comprar una estancia vecina de la propiedad de Córdoba. Leonor le dejaba discursear más por el placer que la situación le procuraba que porque comprendiera los argumentos. Los ojos de Don Francisco brillaban como carbones en su cara muerta. Ella sentía, por primera vez en más de un cuarto de siglo, la delicia del poder. La aspiraba con fruición, como un perfume fuerte mezclado al del benjuí que ascendía del brasero.
El escribano repetía cifras y desplegaba sus papelotes con harta rúbrica. Dijérase que él también se había desembarazado de aquel señor tiránico, encadenado ahora a su sillón.
Leonor se puso de pie nuevamente:
—Compre vuesa merced la estancia —dijo recalcando las palabras como si las saboreara—. Yo sé que ese es el pensamiento de Don Francisco.
Partido el empleado, reanudó la labor de aguja como si nada hubiera ocurrido, pero las manos exornadas de anillos le temblaban sobre el lienzo y por momentos se le acortaba la respiración.
Aquella noche acostaron a Don Francisco más temprano que de costumbre. Una hora después reposaba el caserón. Solo se escuchaban las canciones de los negros en los ranchos de la servidumbre, hasta que Leonor las hizo callar también. La voluptuosidad de disponer, de ordenar, tras una vida de sojuzgamiento, la embriagaba como una droga. Ya no se oyeron en el silencio plomizo más que los graznidos de la lechuza atraída por las velas que iluminaban el aposento.
A los pies de la cama, Leonor desenroscaba un rosario de amatistas. Su sombra cuadrada, maciza, se volcaba sobre las esteras del suelo. Hundido en los almohadones, el viejo la espiaba. Meditaba la señora. Su vida entera desfilaba por su imaginación como pasaban por sus dedos las cuentas cristalinas. La veía en sus detalles ínfimos. Y del fondo de su ánimo se levantaba por fin la rebeldía, como un perro castigado que muestra los dientes. En la penumbra del aposento donde revoloteaban los insectos fúnebres, otras sombras se sumaban a la suya, apenas entrevistas. Estaban allí el burlado comerciante de la calle de San Cosme y San Damián y su mujer llorosa, y los mozos que improvisaban al compás de la vihuela, y otros, otros muchos incorporados a su vida oscura. Cuanto podía haber aprendido junto a Don Francisco, de cortesanía, de sobriedad orgullosa, cedía y caía en mil pedazos, ante el sordo bullir de su mezquindad de hembra criada en la trampa de la compra y venta, y en la ley del trueque con monedas muy mordidas arrojadas sobre las tablas entre naipes y vino turbio. El aire se tornó asfixiante con tanto espectro. Leonor abrió de par en par la ventana sobre el patio que oreaba la brisa.
Sus pesadillas de treinta años de represión, cuanto había hecho y no había hecho desde que Don Francisco la sacó de la miseria, flotaban en el cuarto con olor a pociones. ¿Sobreviviría Montalvo? ¿Recobraría la autoridad? ¿O se iría esa noche para siempre, atravesando las rejas de la ventana? ¿Y si partiera para el viaje tenebroso, era justo dejarle ir así, con la sensación del triunfo? ¿Qué significaban las recientes tentativas levantiscas de una mujer domeñada hasta hoy, junto al peso de una vida cercenada por la impotencia? Nada… nada…
Insensiblemente, como quien piensa en voz alta, comenzó a hablar…
Afuera, a la noche prieta sucedieron los tintes del alba con el piar de la pajarería, y Leonor Montalvo no había callado aún. Una anécdota ensamblaba con la otra. Sus palabras se atropellaban ansiosas, como si temiera no disponer del tiempo necesario para redondear las frases. Animábanse las pausas de silencio con imágenes surgidas de los rincones, o venidas de distantes aposentos, o, más lejos todavía, del camino de la costa y de Buenos Aires.
El caballero parecía un leño que ardía sin crepitar, un leño podrido al que las llamas iban vaciando por dentro, comiéndole el corazón. Aleteaba su párpado. Hubiera querido apretarse las manos en los oídos, imprecar, rogar, pero nada era posible. El veneno se filtraba por su piel mustia y alcanzaba a las venas y ascendía por ellas, hirviendo, hacia la cabeza loca. Y todo el tiempo los insectos de coraza tétrica revoloteaban en su torno.
Leonor hablaba como una poseída, confesaba las minucias más horribles, sin retroceder ante aquellas que hubieran espantado a las señoras y también a los señores del claro linaje de Montalvo, en la casa patricia de Segovia. Dijérase que las paredes la escuchaban y los muebles de noble cordobán y las cuatro columnas plantadas como cuatro centinelas en las esquinas del lecho sin amor. A veces, incapaz de permanecer en la silla, la señora caminaba por la habitación malsana, ahuyentando a las bestezuelas rezongonas.
¿Qué no dijo en las horas tendidas hacia el amanecer? Las traiciones, una a una, representaron en el aposento sus escenas infames, que ella declamaba cambiando el tono y exagerando el ademán. Y entre unas y otras enlazábase el ritornelo de las acusaciones irónicas y sañudas al hombre incapaz de hombría. Don Francisco vio con nitidez al guitarrero más joven y más hermoso de la pulpería conducido por sus negros hasta el cuarto de Leonor, durante uno de sus viajes a Córdoba. Vio al buhonero andaluz que, aprovechando una de sus ausencias a Buenos Aires, había conseguido deslizarse al estrado, con sus baratijas. Quedó allí la tarde y a la noche todavía no había partido. Vio, a medida que transcurrían los años, a los esclavos robustos de Angola —¡sí, los mismos negros, los mismos negros!— buscando con el labio goloso el pecho blanco del ama, entre las cortinas de la cama enorme. Y así… y así… Estremecíase el salón con el chasquido de los besos, con las risas lascivas, con los quejidos pecadores. Ahora, mientras estallaba la fanfarria de los gallos en la huerta, la orgía culminaba con la estampa grotesca de la matrona acosada en su otoño por Don Sacristán, el esclavo idiota.
Como un reloj que se para, roto el mecanismo, detúvose el tic que desencajaba el ojo izquierdo del hidalgo. La hija del pulpero continuó gritando, desbocada, azuzada por la histeria.
De repente, la inmovilizó el terror. Fue como si el muerto hubiera recobrado el dominio. Entonces, inesperadamente ágil, la gruesa mujer huyó por los corredores hacia su alcoba. El eco de sus mentiras la seguía, rebotando en las puertas, entre el zumbido de los abejorros y de los insectos peludos escapados de la habitación.




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