"Mapuche y cautiva", pintura de L. Ragers
El tema del cautiverio, y en particular de las cautivas, ha generado a lo largo de la historia diferentes manifestaciones que abarcan entre otras cosas, la narrativa, la pintura y la escultura. El rapto, la separación violenta de su círculo familiar, la obligación forzada a la práctica sexual, la incorporación a la fuerza de trabajo del grupo agresor forman parte de lo que caracteriza este fenómeno.
En esta primera entrega se tratará a las mujeres cautivas por los mapuches o ranqueles en el sur de la Pampa argentina desde el siglo XVI al XIX. En ambos casos se trata de mujeres que vivieron las consecuencias de las contradicciones entre los distintos proyectos de Estado-Nación decimonónicos y los indios mencionados, quienes luchaban contra el exterminio de sus formas ancestrales de vida que tales programas políticos representaban.
"La Cautiva", retratada en 1880 por el pintor uruguayo Juan Manuel Blanes.
Historias de cautivos en tiempos de lucha fronteriza
En la historia de la guerra contra el aborigen hubo pocas experiencias más dramáticas que la de los cautivos. La escena se repitió casi sin variantes durante los siglos de lucha fronteriza.
Después de cada malón, los indios se llevaban consigo no sólo los ganados de las estancias, sino también un grupo de hombres y mujeres para los cuales comenzaba una nueva vida: una vida entre sus captores, allá, en las lejanas tolderías de "tierra dentro".
Capataces de estancia, arrieros, viajeros que se aventuraban por caminos peligrosos, esclavos, negros y mujeres de toda condición, indios santiagueños conchabados como peones en los campos de la frontera...
La lista de los sectores que aportaron cautivos a la sociedad indígena era más amplia de lo que podría creerse y no todos fueron blancos, como se ve, aunque los araucanos los preferían de tez pálida y ojos azules, especialmente si eran mujeres.
El rapto de la cautiva, de Mauricio Rugendas.
La vida entre los aborígenes
¿Qué tareas realizaban los cautivos en las tolderías? Lucio V. Mansilla las sintetizó muy bien en su célebre "Excursión a los indios ranqueles": debían lavar, cocinar, cortar leña con las manos, hacer corrales, domar potros, cuidar los ganados y servir "de instrumentos para los placeres brutales de la concupiscencia".
Pero, además, los cautivos cumplían otras funciones en la sociedad indígena. Eran ante todo objeto de comercio intertribal. Había, en efecto, intercambio entre las distintas etnias aborígenes. También eran empleados como baqueanos y mensajeros.
Otras veces jugaban un papel importante en la diplomacia india, pues los enviaban a rescatar como signo de buena voluntad y prólogo de las paces que firmaban, de tanto en tanto, con la sociedad hispanocriolla.
El rescate de cautivos fue una liturgia central en la historia de las relaciones fronterizas. Para los cristianos era el momento dramático en que recuperaban a sus seres queridos. Para los indios era un negocio: a cambio de una serie de bienes y productos se avenían a devolver al cautivo a su sociedad de origen.
Así, en 1779, por el rescate de una cautiva, los blancos entregaron a los indios tres mantas de una bayeta, sombreros, lomillos, estribos, espuelas, un pellón de sal, tres ponchos, cinco caballos y cincuenta yeguas.
En algunas tribus, los cautivos formaban verdaderas comunidades y podían así conservar su lengua y su identidad. Además, difundían entre los aborígenes algunos rasgos de la cultura hispanocriolla.
Las cautivas, especialmente, introdujeron en la cocina indígena comidas de origen criollo. En los toldos ranquelinos, Mansilla fue invitado a comer unos pastelitos preparados por una de ellas.
Rara vez eran llevados los cautivos a los malones. Frente al riesgo de la fuga o la deserción, la mayoría quedaba en la toldería.
Obra de Mauricio Rugendas
Todo intento de escape era severamente castigado; peor para los hombres. A pesar de ello, era frecuente que, ante la menor oportunidad, los prisioneros buscaran liberarse.
El camino hacia la frontera era duro y solitario, debían soportar hambre y sed. Para sobrevivir, los cautivos fugitivos comían peludos o huevos de avestruz y juntaban el agua llovida en la carona de su recado para aplacar la necesidad de líquido.
No faltó cautivo que, para no morir deshidratado, mojara su poncho en los pastos humedecidos por el rocío y luego lo chupara desesperadamente con sus labios resecos.
Una vez en la frontera y reintegrado a la sociedad de origen, el ex cautivo encontraba rápidamente una salida laboral: era contratado como lenguaraz -una especie de traductor de la lengua de los aborígenes- o como baquiano.
Blas de Pedroza, que permaneció cautivo entre los indios del cacique Anteman, no tuvo mejor idea, a principios del siglo XIX, que abrir un hotel para indios en plena ciudad de Buenos Aires y ofrecer a las autoridades el servicio de espionaje a cambio de recibir el favor oficial.
Fidelidad al hogar
El destino de la mujer cautiva fue muy distinto. Convertidas en esposas o concubinas de los indios, formaron familia en los toldos. Los vínculos afectivos arraigaron a muchas de ellas en la pampa, por lo que ya no quisieron volver.
Regresar, ¿para qué?, ¿para ser despreciadas por haber vivido y procreado entre los indígenas, entre los bárbaros?
En La Cautiva, el poema de Echeverría, Brian no deja de despreciar el pasado de María, la cautiva de sus amores.
Grito de Asencio (detalle). Jorge Calasso. Óleo sobre tela, 1962.
Algunas de las mujeres que convivieron con los indios, a pesar de todo, retornaron a sus hogares. Sin embargo, con el tiempo, muchas optaron por desandar el camino y reencontrar la familia que habían abandonado.
Tal es el caso de Bernarda, a quien los indios "la llevaron pequeña y aunque después la rescataron sus parientes, con un hijo que ya tenía, se volvió a los mismos indios", señala un antiguo documento.
La vida de los cautivos refleja la complejidad y el dramatismo de la historia de nuestras relaciones fronterizas con los indios, una historia que, desde este punto de vista, recién está empezando a escribirse.
“La cautiva” (1837) de Esteban Echeverría
“La cautiva” (1837) de Esteban Echeverría narra la historia de un secuestro, un cautiverio y un retorno frustrado a la civilización, con la muerte trágica de sus protagonistas. María y Brián, una pareja de argentinos blancos, son capturados por los indios; logran escapar de sus captores, gracias al heroísmo de María, pero ambos terminan perdiendo la vida en la pampa. En esta historia afloran ciertas ansiedades de la ciudad letrada ante las amenazas del desierto; concretamente, en las estrategias representacionales empleadas para poner en escena la presencia india puede rastrearse un proyecto: la borradura de las trazas de orden y racionalidad que pudieran informar a los grupos indígenas, para así reducirlos simbólicamente a una existencia bárbara que debe ser corregida por el avance de la civilización. Por supuesto, la supresión de todo proyecto socio-político alternativo al que traen las élites letradas argentinas es la condición de posibilidad de un esfuerzo nacionalizador.
"El regreso del malón", del pintor Juan Manuel Blanes.
“El festín” es la segunda parte de “La cautiva”, en la cual se narra la fiesta celebrada por los indios después de que su incursión de pillaje y rapto ha sido conducida exitosamente. Se trata, precisamente, de la incursión en la que María y Brián han sido tomados cautivos. El ritual del festín, que se escenifica después de una victoria bélica, es la celebración del bando ganador después de haber conquistado un objetivo militar que le ha suministrado valiosos despojos de guerra: “Feliz la maloca ha sido, / rica y de estima la presa / que arrebató a los cristianos” (II, 29-31). La primera estrategia representacional de la otredad que vemos aquí reside en la descripción del espacio. El campamento indígena, descrito en la oscuridad de la noche y a la luz de unas hogueras, posee un carácter infernal. El tropo de la estetización adquiere aquí un cariz gótico: “parecen del abismo / précito, inmunda ralea / entregada al torpe gozo / de sabática fiesta (II, 135-138).
Por otra parte, la representación del grupo de indígenas congregados también es destacable. No se trata de un conjunto humano organizado por normas -en otras palabras, de una sociedad civil-, sino más bien de una turba desordenada, violenta y tumultuosa, en la cual no existe una policía; ni siquiera existen individuos. El principio dominante es una barbarie colectiva, un desenfreno bestial, que borra la singularidad de los participantes, así como también las regulaciones de la vida política. La falta de racionalidad en el ejercicio de la violencia se percibe en el hecho de que, en determinado punto, los indios descontrolados, iracundos, empiezan a atacarse entre sí, actualizando de esta manera una violencia endogámica contra su propia tribu que revela una falta absoluta de orden. Paradójicamente, durante la maloca, los indios se habían comportado como un ejército organizado con fines estratégicos definidos.
El estereotipo del indígena ebrio también encuentra lugar, ya que los participantes se entregan a un consumo exagerado de licor que los bestializa y barbariza. Además de ello, hay un eco de “El matadero” en toda esta segunda parte, porque una de las actividades de los indios es trizar las carnes de los animales arrebatados a los cristianos para consumirla en un banquete maldito, que asume grotescos tintes vampíricos: “como sedientes vampiros / sorben, chupan, saborean” (II, 73-75). En este sentido, puede hablarse de una estrategia de deshumanización que representa un paso incluso más radical que el de la des-socialización (una forma de naturalización que implica borrar el ser social de un grupo humano).
En general, también podría hablarse de un tratamiento idealista-subjetivo de la naturaleza, dentro de una línea romántica convencional. Como se sabe, el romanticismo argentino creó un “sentimiento de la tierra” que fue una de las bases identitarias de la nación-estado en Argentina. En el caso de este poema, el escenario natural de la pampa nocturna parece fundirse con el salvajismo del rito indígena y ofrecerse como un decorado infernal, sacudido por la violencia de los elementos. No está ausente, sin embargo, cierta admiración por la fuerza descomunal de la tierra. Esta ferocidad de la naturaleza será la que acompañe la frustrada huida de Brian y María, bajo la forma de un incendio, de un caudaloso arroyo y del ataque de un puma.
"El regreso de la cautiva", 1845 .
Juan Mauricio Rugendas fue el gran ilustrador del Nuevo Continente.
Este artista romántico que recorrió América con intervalos entre 1821 y 1847, se propuso hacer un álbum de escenas americanas, pintorescas e instructivas en cuanto a la vegetación, el paisaje, la formación de montañas, nubes, habitantes, trajes y costumbres, retratos, monumentos, escenas históricas, fauna, etc. Su obra, que comprendió más de 700 óleos, 200 acuarelas y 4.500 dibujos, fue en el plano artístico el correlato de Alexander von Humboldt en relación con las ciencias.
Rugendas estudió pintura en la Academia de Munich.
En 1821 fue contratado por el barón von Langsdorff para participar como dibujante de una expedición al Brasil. Tomó numerosos apuntes sobre el trabajo y la vida de los esclavos en la hacienda que el Barón poseía al norte de la Bahía de Guanabara, y luego en Ouro Preto. A principios de 1824 se separó de esta expedición y se dirigió al sur de Brasil.
Al volver a Europa en mayo de 1825 se radicó en París y publicó un bellísimo álbum litográfico titulado Voyage pittoresque au Bresil.
Pero su intención seguía siendo conocer América. De 1831 a 1834 recorrió México del Atlántico al Pacífico, y luego pasó a Chile, país en el que residió hasta 1845, alternando con viajes a Perú y Bolivia. En esa fecha dejó Chile, viajó por mar hasta Montevideo y pasó a Buenos Aires, siempre dibujando y pintando. Estuvo luego un año y medio en Brasil y volvió a Europa en 1847.
El regreso de la cautiva, cuadro inconcluso pintado en 1845 en Buenos Aires, tiene una agitación compositiva netamente romántica y testimonia el interés que tuvo Rugendas por la pintura de "malones" desde que supo en Chile de los raptos de mujeres que hacían los araucanos. En mayo de 1838 Rugendas estaba en Mendoza preparándose para volver a Santiago cuando llegó la noticia de un asalto de los indios pehuenches a un puesto de correos. Rugendas se entrevistó con los indios y armó posteriormente un álbum con 24 dibujos sobre el tema del malón, que de ahí en adelante ofreció como modelos de cuadros al óleo a su clientela. El regreso de la cautiva se basó en el dibujo número 24 del álbum que llevaba el título Retour, y posiblemente no lo pintó por encargo, ya que lo conservó y lo llevó consigo a Augsburgo.
Añadamos a esto que en su estadía en el Río de la Plata, Rugendas conoció a Esteban Echeverría, autor de La cautiva, la obra más atrayente tal vez de la generación romántica del 37, que lo invitó a volver obsesivamente sobre este tema. Rugendas, que terminó siendo pintor de la corte de los reyes Luis I y Maximiliano II, murió en 1858.